El terror está en estado de gracia
Detrás de una historia pequeña con un título genérico se esconde una auténtica perlita hecha a puro oficio e inteligencia. Lo que empieza como un melodrama rural sureño se convierte luego en una película tan perturbadora como enigmática.
El 2013 ha sido benévolo con el cine de terror. Esto último dicho no sólo por la buena performance en taquilla de sus distintos exponentes, sino también en términos de calidad. Desde los respetuosos y rigurosos trabajos de James Wan en El conjuro y La noche del miedo 2, pasando por la plena autoconciencia de las dos Crónicas del miedo y Cacería macabra, la gallina de los huevos de oro del cine norteamericano actual sigue empollando y amplificando el abanico de exploración. En ese contexto, Ritual sangriento sintomatiza ese estado de gracia a la vez que opera como el punto más alto del año. De éste y también de los últimos, por qué no. La del tal Jim Mickle es una de esas películas pequeñas y de título genérico bajo la cual se esconde una auténtica perlita hecha a puro oficio e inteligencia, que sabe dosificar la información, que no le toma el pelo al espectador con una vuelta de tuerca mágica ni cosas por el estilo y que jamás confunde efectismo con efectividad. Es, entonces, una película que asusta –y perturba– en serio.
Remake de la reputada ópera prima del mexicano Jorge Michel Grau Somos los que hay, Ritual sangriento empieza como un híbrido entre thriller y melodrama rural sureño en la línea de Jeff Nichols, con un padre (Bill Sage, extraordinario), dos hijas y un hijo padeciendo la sorpresiva muerte de la madre entre silencios y dolores no manifestados. Sobre todo en el caso del patriarca, que mira de reojo a todo aquel que se arrime a su puerta para contenerlo. Aunque en realidad su laconismo quizá tenga otros motivos, ya que apenas un par de horas después del deceso ataca a una jovencita en una ruta. O al menos eso parece: Mickle opta por no develarlo de entrada. Claro que si se tiene en cuenta que la acción transcurre en un pueblo aquejado por la desaparición de varias chicas, la vinculación entre ambos hechos es inevitable. “Sólo desearía ser como todas las demás”, le cuchichea una de las chicas a la otra. “Bueno, no lo somos”, le responde. Que esto ocurra llegando al primer tercio del film habla de un guión poco apresurado por develar sus cartas, poniendo el tempo narrativo al servicio de la historia y no al revés.
“Dios nos eligió para ser así”, justificará el padre en algún momento, embalsando definitivamente el potencial melodrama en ciernes y abriendo el terreno al misticismo del que habrá apenas comentarios casi al pasar, ubicándolo como un factor de implosión latente. Así, en plena época de un cine apegado a lo explícito y lo visible, Ritual sangriento apuesta a lo siniestro como factor subrepticio, intrafamiliar y asentado en el peso de lo arraigado –atención a la preponderancia del legado histórico–, erigiendo un universo constantemente tensionado y cada plano más gris, mimetizándose con el cielo encapotado. Otro poroto a favor, en este caso para la fotografía de Ryan Samul.
A medida que avance el relato, siempre traccionado por una seguridad insoslayable en su materia prima, una vecina (Kelly McGillis, casi treinta años después de Top Gun) empezará a sospechar que algo no anda del todo bien puertas adentro. Lo mismo que un joven policía, que por si fuera poco le tiene ganas a la hija mayor, y el médico del pueblo, padre de una de las chicas desaparecidas. Todos ellos, junto a la familia, llegarán al desenlace más desesperante de los últimos años, cabeza a cabeza con el de la desaforada Killer Joe. Pero si allí lo implosivo se liberaba en una fellatio a una pata de pollo, aquí lo hace en un tono aplacado, develando lo oprimido con una lógica respetuosa de todo lo previamente construido. Silenciosa, aterradora y enigmática, hecha con más neuronas que cálculo, Ritual sangriento llega justito después de Navidad. Nunca es tarde para sumarla al arbolito.