Después de haber protagonizado un pequeño fenómeno de popularidad en Mendoza, donde fue vista por unas 10.000 personas, a pesar de haber sido presentada de un modo tan independiente como había sido producida, sin demasiado apoyo publicitario ni inversión en marketing, esta producción mendocina llega a las pantallas locales y no debe descartarse que pueda obtener aquí una respuesta parecida.
Tiene a su favor la sencillez de su entrañable historia, la autenticidad que sólo puede dar la familiaridad con el mundo que retrata (es una road movie que se despliega en la ruta 40 y sus alrededores, con el fondo de los paisajes del sur de Mendoza y entre personajes creíbles y queribles que hablan en mendocino) y la empatía que generan en el espectador por la naturalidad con que viven este inesperado encuentro entre una chica de 10 años, huérfana de madre, y el padre, de cuya existencia no tenía hasta entonces noticia alguna.
Como bien dice su director, formado en la Escuela Regional de Cine y Video de Cuyo, se trata de "un viaje a la paternidad". Es decir del descubrimiento mutuo de un padre y una hija, expuesto con amable sencillez, y clima afectuoso, sin caer en la fácil apelación emotiva ni en los lugares comunes de tanto culebrón televisivo.
Un hecho circunstancial los pone en contacto. La tía que viene haciéndose cargo de la nena desde la muerte de su hermana se presenta un día en la casa del hombre -un tipo inestable y bastante inmaduro que vende mercaderías importadas de todo tipo- y le informa no sólo de la muerte de la que fue su novia hace una década sino también de la existencia de la que todos conocen por July, fruto de aquella relación. Total, que Santiago, que así se llama el que repentinamente se ha descubierto padre, deberá asumir por lo menos un compromiso, el de llevarla hasta San Rafael, a la finca de su abuela materna, en el modesto pero noble Citroën 3CV que emplea en su profesión. Por supuesto, sin que ella sepa del parentresco que los une.
La road movie se pone en marcha y desde el principio se sabe de la química que hay entre los dos actores protagonistas -Francisco Carrasco y Federica Cafferata- y que será fundamental para dotar al film de cierta calidez sencilla y encantadora. Como suele suceder en las road movies, lo importante no son tanto los episodios que saldrán al paso de los viajeros durante el camino (aunque hacen su aporte al humor y la aventura y justifican que la experiencia se prolongue más allá de las pocas horas que demandaría el trayecto) sino el desarrollo del vínculo, que se manifiesta en los gestos y las actitudes de ellos dos y que el espectador acompaña con simpatía, interés y una tenue emoción, gracias al cuidado de los diálogos que ponen el acento en la naturalidad y evitan cualquier artificio manipulador, y a la ternura que se va colando sutilmente sin necesidad de efusiones.
Otros méritos destacables de la película tienen que ver con el aprovechamiento del ambiente -en lugar de postales turísticas, imágenes ilustrativas de la realidad geográfica y humana de la provincia-y en el sensible tratamiento de los personajes secundarios, entre los que vuelve a sobresalir la variedad de matices con que Mirta Busnelli es capaz de enriquecer al personaje que le toca en suerte por pequeño que sea. El desenlace es otro acierto del guionista y realizador, lo mismo que el uso expresivo de la banda sonora.