Llega un nuevo Robin Hood, aggiornado a estos tiempos y buscando convertirse en saga.
Infinidad de veces el cine ha traído a la pantalla grande la imagen del héroe de Sherwood, que robaba a los ricos para darle a los pobres, acrecentando el mito y poniéndolo en juego con el tiempo de su producción.
Esta época no podía quedar al margen. Ni la industria se lo iba a perder. A tono con eso este Robin Hood es un pastiche posmoderno, un patchwork: las batallas, por modos y vestuarios, buscan que pensemos en las actuales que se desarrollan en el Oriente Medio; el lugar de la mujer se empareja con el presente del empoderamiento femenino; que el “maestro” del protagonista (Jamie Foxx) sea musulmán no es menor; los abusos de todo tipo por parte de la cúpula de la Iglesia Católica no desentona con la agenda actual. Esto es apenas una muestra de lo pensado y diseñado que resulta este producto.
Y por si fuera poco es una precuela que (si la taquilla así lo reafirma, cosa que parece que no ocurrirá) nos informa lo que era nuestro protagonista (Robin de Loxley) antes de ser el que conocemos y nos prepara para lo que será. No resulta menor que se haya bajado fuertemente la edad de Robin (Taron Egerton) ni que luzca como el Arrow de la serie televisiva para atraer nuevas audiencias que puedan verse reflejadas ni que la acción corra sin respiro y a partir de un montaje frenético.
La idea de representar un pueblo sometido por el poder y que sólo unido (mostrado en avanzadas que, hoy por hoy y cotidianamente, nos regala la televisión en masivas protestas mundiales) puede conseguir respeto humano y derechos burgueses (aunque se pretendan disfrazar de universales y populares) es apenas corrección política y buenas intenciones progresistas.
Lo que le sobra a este Robin Hood en efectos le falta en sangre, pasión e ideas.