La maquinaria de guerra
Otto Bathurst, el director de algunos capítulos de la serie inglesa Peaky Blinders y del primer capítulo de Black Mirror, The National Anthem, fue el encargado de la nueva película sobre el legendario personaje del folclore británico, Robin Hood. Escrita por Ben Chandler y David James Kelly en base a la historia del primero, el film relata los comienzos de la leyenda del forajido del bosque de Sherwood, más como un episodio de la historia inglesa narrada por Guy Ritchie según su particular estilo que siguiendo algún parámetro de rigor historiográfico o respetando alguno de los tantos textos conocidos sobre el tema. Ritchie siguió el mismo camino en su última película El Rey Arturo: La Leyenda de la Espada (King Arthur: Legend of the Sword, 2017), con lo que estamos ante intentos bastante fallidos de crear sagas cinematográficas a partir de personajes populares del folclore inglés.
En esta versión completamente alejada de las referencias históricas y las baladas, el joven aristócrata inglés Robin de Loxley es reclutado por el Sheriff de Nottingham para combatir en las Cruzadas -guerras religiosas entre católicos y musulmanes por el control de Jerusalén- para alejarlo de sus tierras y confiscárselas. A su retorno cuatro años después descubre que desde hace dos años se lo ha declarado fallecido en combate, su novia ha entablado una relación amorosa con un político del pueblo y que la ciudad se ha transformado en una mina de producción industrial para la guerra librada en Medio Oriente. John, un musulmán que lo sigue a Inglaterra como polizón tras escapar de su cautiverio gracias a la rebeldía consumada de Robin en Arabia, convence al joven enfurecido de convertirse en un bandido para socavar las bases fiscales de la Guerra Santa robando el dinero de los impuestos recaudados. Así el joven aristócrata sustrae los botines como el encapuchado, esos mismos que devuelve como Robin en forma de donación para introducirse en la organización bélica y averiguar más con el fin de destruir la conspiración del Sheriff y la Iglesia desde sus entrañas. Por su parte el fraile Tuck y la ex pareja de Robin también parecen coligados a un intento de robar documentos del palacio para descubrir qué esconde la unión entre el Sheriff y el Cardenal. La historia da varios giros, que parecen más bien trompos fuera de control, en una trama que pretende ser la primera de una serie de películas sobre Robin Hood.
La construcción de la trama y los personajes es demasiado similar a la de Batman, con un protagonista adinerado con una doble vida de aristócrata y forajido, un secuaz que lo ayuda y una novia siempre rondando con sospechas. La narración utiliza la popularidad de Robin Hood y la maleabilidad de la leyenda para crear una alegoría muy trillada, pero no por eso menos actual, sobre la guerra como una excusa de los ricos para concentrar la riqueza y empobrecer aún más a los trabajadores con su retórica patriótica y la construcción de un enemigo terrible que representa el mal absoluto que es necesario derrotar. El film también trabaja abiertamente la relación entre el poder político y el religioso como una unión para manipular a las masas a través del miedo y la represión con el fin de apoderarse del producto del trabajo del pueblo.
La mezcla de estéticas actuales y de la Edad Media en la arquitectura y la vestimenta son extremadamente chocantes y emulan el estilo kitsch de los films del controvertido realizador australiano Baz Luhrmann para crear una sensación de contraste muy marcada. Ben Mendelsohn vuelve a componer al mismo villano de Ready Player One (2018), de Steven Spielberg, y Rogue One: Una Historia de Star Wars (Rogue One: A Star Wars Story, 2016), Taron Egerton se parece mucho a su personaje de la saga de espías Kingsman y Jamie Foxx no se destaca demasiado en este film demasiado deslucido por sus decisiones artísticas y argumentales. Los diálogos son totalmente intrascendentes y hay una extralimitación de chistes innecesarios típicos del cine socarrón de esta época.
Apelando a un público joven con una historia explícita, Robin Hood (2018) envía un mensaje claro de rebelión de carácter anarquista contra el poder privado que pretende usurpar los cargos públicos para su propio beneficio engañando a través de amenazas externas. Por momentos la historia parece estar emulando al Mayo Francés o alguna rebelión popular, pero en muchas escenas el espectador parece expuesto a una historia de jóvenes hípsters enamorados que juegan a la rebeldía. El film de Bathurst oscila como puede entre un Batman canchero y perdido, un enredo de la popular serie televisiva Friends y el complot político, cayendo por supuesto en las contradicciones y los sinsentidos que esta combinación genera con argumentos demasiado simples y personajes que les falta carácter y desarrollo narrativo. Bien alejada de la interpretación melancólica de Richard Lester con Sean Connery, de la versión heroica de Kevin Reynolds con Kevin Costner y también de la adaptación épica de Ridley Scott de 2010 con Russell Crowe, el nuevo film sobre Robin Hood no convence a ninguna generación y parece más interesado en clonarse en el presente para organizar una rebelión contra la explotación capitalista que en las rivalidades de la Edad Media. Bienvenido el encapuchado al siglo de la inmadurez cinematográfica.