En algo se parecen Ridley Scott y Michael Mann: los dos tienen una capacidad muy llamativa para tocar fibras sensibles de nuestra era, sobre todo en lo relacionado con la tecnología y la política. Mann, elaborando una obra atenta como ninguna al aspecto técnico de la vida moderna, en especial en lo que hace a los métodos y costumbres de sus personajes, la mayoría de ellos profesionales inmersos en fríos mundos hi-tech; y Scott viene demostrando, desde Alien el octavo pasajero y Bladerunner, que su interés siempre gravita alrededor de los usos de la ciencia que pone en prática un poder inmoral y despersonalizado, al que sus personajes deben combatir y tratar de desmantelar. Coincidentemente, a los dos, Scott y Mann, no les salen muy bien las películas de época. Alí es la excepción manniana, mucho más cerca nuestro en una línea del tiempo que las fallidas El último de los mohicanos y Enemigos públicos, y algo parecido puede decirse de la gran Gángster americano de Scott. Gladiador, Cruzada y ahora Robin Hood tienen todas el mismo problema: les falta el dinamismo y la capacidad crítica de las mejores películas del director. Algo es seguro, Scott es un moderno y su cine no sabe mirar de otra forma: es por eso que en estas películas (especialmente en las dos últimas) uno de los conflictos principales es la forma en que se construye el poder y el reclamo de participación política de la sociedad, y sus protagonistas están atravesados por una conciencia republicana que es puro anacronismo. Y lo verdaderamente fallido no es la falta de fidelidad histórica, sino que esa mirada contemporánea que despliega Scott película tras película en sus relatos de época se siente tensada y endeble, como si el director estuviera incómodo y fuera de su terreno. Se siente con claridad en la pobreza de los diálogos o el trazo grueso y maniqueo con que están delineadas las fuerzas del bien y del mal. A Gladiador la salvaba un enorme e inolvidable Russel Crowe, que a fuerza de empuje se abría paso por una película que tenía poco más para ofrecer que un buen villano y una puesta en escena que era puro nervio a la hora de filmar la acción (otra cosa que emparienta a Scott con Mann). Pero en Robin Hood el director parece no decidirse a colgarle a Crow la mochila de su película, y el peso de la historia se reparte entre varios personajes que nunca alcanzan a imprimirle al film la fuerza necesaria para convertirse en algo más que una mera exhibición de vestuario, decorado y costumbrismo medieval.
Para colmo, Scott desperdicia una historia que prometía ser una de las mejores del año: el relato de los comienzos de Robin Hood como héroe popular, todavía alejado del aura que le conferirían posteriormente la literatura y el cine. Este Robin (Longstride y no Hood) es un guerrero, un jefe militar que no se parece en nada al personaje en su versión más conocida, la del ladrón noble y pillo querible. Es increíble cómo se siente el peso de la épica de Longstride incluso estando rodeado de las tramas y las frases más torpes y a pesar de la insistencia subrayadísima y repetitiva que realiza el guión sobre la frase pretendidamente misteriosa de “levántate y levántate de nuevo, hasta que los corderos se vuelvan leones” (que irrita tanto como su elucidación final). Crow alcanza a levantar un poco al film solamente con su presencia, siempre gigantesca y tosca; a esta altura de su carrera, todo un coloso del cine. Pero poco puede rescatarse fuera de sus apariciones, el olor a maldad que desprende Mark Strong y algunas escenas de acción filmadas con un pulso netamente cinematográfico. En los bosques del siglo XIII un cineasta moderno y tecnificado como Ridley Scott puede perderse.