Flecha de vencimiento
Vi una película rarísima rarísima, se llama Robin Hood. Trata sobre un héroe que todos más o menos conocemos, pero quiere contar la historia de cómo ese héroe llegó a ser un héroe, esa cosa que ahora se llama precuela, eso de Batman en un monasterio del Tibet o trepando un edificio disfrazado de ninja, en Batman begins. Imagínense que este Russell Crowe de la película de Ridley Scott llegará a ser un día Kevin Costner o Errol Flyn, es algo así. Ya había una postcuela sobre Robin Hood (supongamos que la palabra existe, puede empezar a existir en cualquier momento, si sigue esta moda de los feos neologismos) donde Audrey Hepburn y Sean Connery se querían hasta la vejez, sólo que acá Robin y Marion ya son un poco viejos, así que de la precuela a la postcuela llegarían con la lengua afuera y apoyados en bastones.
Bueno. Ni atlético ni con calcitas verdes ni romántico, este Robin tiene la carita mofletuda de Russell Crowe y es juguetón pero correcto. Lo sabemos porque bien al comienzo de la película, cuando las huestes de Ricardo Corazón de León todavía están en Francia en pleno regreso de cruzada, hace un juego de azar donde se esconde una bolita debajo de una tacita entre otras dos tacitas iguales, y un compañero cruzado lo acusa de que no hay ninguna bolita, porque nadie gana nunca el juego, pero cuando levanta, una por una, las tres tacitas, la bolita aparece bajo la tercera, entonces ahí sabemos: pícaro pero honrado, que es lo que debe ser un Robin Hood. Las bases para el mito de origen están sentadas (y no se van a parar nunca). Lo importante en principio es mostrar que Robin era un hombre, en este proceso de chatización que no deja títere con cabeza y que pretende que para que amemos al protagonista de algo tenemos que verlo tan común y silvestre como cualquier vecino que hace morisquetas en youtube.
No no, nada más lejos que un afán aristocrático en todo esto que digo, pero es que ese realismo –ahora mostraremos al hombre detrás del mito, y si se caga en el traje como Iron Man, mejor- es la marca que organiza toda la película, desde la forma de filmar las batallas hasta los trajes y las chozas: cámara en mano temblequeante para meterse entre soldados que disparan una catapulta o para recibir una lluvia de flechas, zoom estruendoso y grasa hacia la cara de Cate Blanchett cuando recibe una mala noticia, cámara bajo el agua para mostrar cómo caen los cuerpos en el fondo del mar en la batalla final en una playa, plano cerrado y ultradetallista en cámara hiperlenta de la flecha decisiva que dispara Robin hacia el cuello del malo, en el que se ve la dicha flecha como si tuviéramos el ojo metido en el arco en el preciso momento en que el cimbronazo del arco la despide y salen múltiples gotitas, cuantificables gotitas, maravilla de la técnica, porque la flecha se había mojado porque no olviden que estamos al borde del mar. ¿Qué es todo esto?
Es nada menos que la Edad Media tal como debe haber sido, polvorienta y marrón, con reyes burdos que practican sexo oral bajo las sábanas a sus princesas –ved el detalle del futuro Rey Juan sacándose un cosito de la boca cuando la madre le interrumpe el trámite al entrar en la cámara real y el niño sale de abajo de las sábanas- y se golpetean la corona-casco con un anillo para enfatizar una frase igual de burda, y con siembra directa sobre los campos famélicos de Nottingham, y con ropa difícil de desatar con infinitos nudos. Sobre el decorado realista, y la técnica visual hiperrealista, la figura de Russell como para demostrar que Roma y Nottingham son campos adyacentes y contemporáneos en la industria del cine, y líneas tan verosímiles como aquella que dice Robin en la asamblea de los dominados: “Porque los cambios se deben construir desde la base, como una catedral”, cosa que debe haber hecho preguntarse a los campesinos sedentarios de Nottingham que difícilmente hayan hecho turismo medieval, “¿Qué será eso?”. Pasa que claro, Edad Media+metáfora=catedral, y así se dan las cosas.
¿Es productiva esta tensión entre realismo y estereotipo, entre realismo y origen desmitificado, pero mítico todavía (porque Robin encuentra a su padre, por la mitad de la película, y se entera de que el hombre había sido una especie de héroe de la resistencia localista anti-dictatorial y que las manos de los dos ya estaban marcadas en el cemento fresco de una piedra que decía algo sobre leones y corderos, como un destino), del mito? Sí, produce mucho aburrimiento. Ridley Scott es tan tonto que no se dio cuenta de que los dibujos de los créditos finales son mil veces más estimulantes que toda su película, ¡ojalá hubiera sido toda así! El relato puede ser mítico, y el lector puede hacer, si se le canta, la “bajada” a cualquier tipo de interpretación real. Acá no hay nada para hacer, más que impresionarse, a lo sumo, con esa cámara ubicua que como no decide por dónde meterse se mete en todas partes y que nos deja como impresión más memorable los cachetes de Russell Crowe y la nostalgia de algún Robin más pícaro que juegue un poco y que se cuelgue de los árboles.