Uno entra a ver Robin Hood creyendo que va a disfrutar de la historia de aquel que “robaba a los ricos para darle a los pobres”, y sin embargo el film no ofrece casi nada de eso: se trata de una precuela, es la historia de cómo un arquero inglés termina convirtiéndose en un forajido.
Robin Longstride -Russell Crowe- es un arquero que integra las filas del Ejército inglés en las cruzadas, siguiendo las órdenes del rey Ricardo Corazón de León.
En los enfrentamientos con Francia, el rey muere en una emboscada junto con sus más fieles colaboradores. Robin y dos de sus compañeros de lucha encuentran a la comitiva en su lecho de muerte, y es allí donde la mano derecha del rey, el caballero Robert Loxley, le pide como último deseo que su espada le llegue a su padre. Robin acepta el compromiso (no sea cosa de no dejar descansar en paz a un muerto…).
Al llegar a las tierras de Sir Robert, se encuentra con la viuda del caballero, Lady Marion -Cate Blanchet-, y para evitar suspicacias, acepta el pedido del padre de Loxley y se hace pasar por el finado.
A todo esto, muerto el rey, viva el rey: el hermano de Ricardo, Juan, se hace con la corona inglesa. Juan es un hombre ambicioso, ignorante del arte de la guerra y la política, y más preocupado por quedar bien y acostarse con cuanta mujer se cruce en su camino.
Tal improvisación de mando genera una traición por parte de uno de sus más cercanos confidentes, quien lo engaña para que los barones ingleses, entre ellos ahora Robin, se pongan en su contra. Todo no es más que parte de un plan mayor: ser derrotados por el Ejército de Francia.
El nudo será entonces la decisión fundamental de los terratenientes ingleses: ¿Agruparse en contra de su propio rey o defender las tierras inglesas contra la invasión francesa?
Robin Hood termina siendo un mejunje de películas: es como meter en la juguera eléctrica a Gladiador, Corazón Valiente, un par de calzas y arcos y flechas…
Es un megatanque que sólo ofrece despliegue visual en los enfrentamientos bélicos.