¡Y a mí qué me importa!
Una épica vive o muere a partir del contagio. Como pocos otros géneros, tiene el deber indispensable e ineludible de compenetrar al espectador con lo que se cuenta. Cuando los protagonistas están en una situación límite, uno tiene que tener ganas de saltar a la pantalla a repartir espadazos y liquidar enemigos. Por ejemplo, los mejores momentos de Corazón valiente o la saga de El señor de los anillos -con todas las imperfecciones que puedan tener- se basan en batallas, escenas de acción y enfrentamientos impactantes, donde la violencia es una destreza y la muerte prácticamente un arte. Si nos remitimos a lo nacional, en el teatro gauchesco de finales del Siglo XIX, la figura de Juan Moreira generaba tal empatía que los gauchos entraban al escenario, facón en mano, para defenderlo de los villanos.
Ridley Scott había revivido un poco el género épico hollywoodense con Gladiador, un peplum donde lo más interesante pasaba por el personaje de Comodus (Joaquin Phoenix), un emperador acomplejado por la estampa de su padre, celoso del general Maximus (Russell Crowe) y obsesionado incluso a nivel sexual con su hermana Lucilla (Connie Nielsen). No había mucho más para destacar, pero el filme se defendía en ciertos pasajes, a pesar de un guión con diálogos impostados y personajes de cartón pintado. Luego, con Cruzada, se puso realmente en ambicioso, con múltiples referencias políticas y religiosas: el resultado fue un bodoque carente de atractivo, con un Orlando Bloom insufrible y muchos discursos “importantes” completamente huecos.
Pues bien, con esta superproducción de 155 millones de dólares Ridley congenia todos los defectos de Cruzada y Gladiador, pero ninguna de sus virtudes, en lo que podría ser uno de sus peores filmes, lo cual es mucho decir. Es que desde Lluvia negra (1989) que a lo sumo entrega alguna que otra obra más o menos lograda -Gángster americano (2007)-, cuando en general concibe esperpentos -Corazón de héroes (1996), Hannibal (2001) o Un buen año (2006)-. Y ya está lejos, muy lejos, de sus prometedores primeros tiempos, donde encadenó sucesivamente Los duelistas (1977), Alien (1979) y Blade runner (1982).
Esta nueva versión de Robin Hood viene a contar los supuestos orígenes de la leyenda, cuando el héroe en cuestión (aquí interpretado por Russell Crowe) se llamaba Robin Longstride y era un arquero común y corriente forzado prácticamente a adquirir la identidad de Robin Loxley, para terminar liderando la resistencia inglesa frente a la invasión de los franceses comandada por el rey Felipe y sustentada por el traidor inglés Godfrey (Mark Strong). La historia salta de un lugar a otro de Inglaterra y Francia, en medio de intrigas palaciegas y alguna que otra escaramuza sin importancia. Poco importa lo que pasa, ya que todas las escenas son alargadas innecesariamente y están imbuidas de una trascendencia vacua. Hasta la batalla final carece de sustento: empieza y termina, y uno no se da cuenta, no le interesa. Si hay un defecto notorio en Robin Hood es que es aburrida, a diferencia de los filmes estelarizados por Errol Flyn o el que protagonizó Kevin Costner en 1991.
Toda esa carga negativa se traslada hacia el elenco. Russell Crowe, que venía remontando con El tren de las 3:10 a Yuma y Los secretos del poder, aquí luce forzado y sin carisma. Lo mismo sucede con Cate Blanchett y William Hurt, que parecen estar ahí de paso, porque bueno, esto es lo que toca. Incluso un actor con una gran potencia en su interior y un rostro muy particular, como es Strong, queda sometido a la intrascendencia del villano que le toca.
Teniendo en cuenta que a Ridley Scott se le acabó la nafta hace rato, hay que temer por sus proyectos siguientes, las dos precuelas de la saga Alien, a estrenarse en 2011 y 2012. El mismo director responsable del surgimiento de una las criaturas más terroríficas de los últimos treinta años, puede terminar de hundirla.