Como Larry Crowne, Robo en las alturas es cine hecho en y para tiempos de crisis. Solo que, a diferencia de aquella, la película dirigida por Brett Ratner es mucho más oscura y amarga. Las dos comparten un logro: pueden comentar la sociedad estadounidense actual apelando a la comedia y escapándole al sermón y la solemnidad. Robo en las alturas apuesta a la construcción de un micromundo donde casi no hay metáforas porque todo es más o menos literal: un edificio de lujo; un contingente de empleados (mayormente inmigrantes) que trabajan en la sombra para cumplir los deseos de los inquilinos acaudalados; uno de ellos que (parece) es responsable de un fraude millonario que dejaría sin jubilación a los trabajadores de la torre; una justicia capaz de acusar pero no de encarcelar a los criminales de alta alcurnia; un magnate cínico que se sabe impune ante la ley. No hace falta ensayar ninguna lectura en clave, ningún reemplazo; a las cosas se las llama por su nombre. Todo eso, que caído en las manos equivocadas podría dar lugar a un discurso aburrido sobre las desigualdades sociales, en Robo en las alturas da paso a la comedia y a la aventura, sin por eso restarle peso al trasfondo de crítica que subyace (cuando directamente no está en la superficie de manera evidente).
Una pregunta sobre la película podría ser: ¿tiene algo nuevo para decir sobre la crisis? Robo en las alturas afirma lo que los documentales de Pino Solanas nunca se atreven a sugerir: una buena parte de la responsabilidad por el caos que viven los trabajadores de la torre la tienen ellos mismos. Josh, el encargado principal del edificio, le confía al multimillonario Shaw la caja jubilatoria suya y de sus empleados con la promesa de triplicar su valor pero sin consultarlo con ellos; cuando uno de los personajes recupera su trabajo en el edificio con un puesto más alto, se olvida automáticamente de ayudar a sus compañeros; uno de los empleados de más baja jerarquía (Lester, el portero) le pide a Shaw que invierta los ahorros de toda su vida. En Robo a las alturas se señalan las responsabilidades individuales; el mal no se encarna de buenas a primeras en los ricos, la corrupción o los políticos. Así, no es una película demagógica: no acaricia el ego del espectador postulando que la culpa la tienen solo los poderosos. Algo extraño es que no se habla de política: al revés que Secretos de Estado, otro estreno (paupérrimo) de la semana, la película de Ratner no apela a un nihilismo cómodo para limitarse a señalar lo mal que están las cosas (antes que espetar las mismas obviedades y lugares comunes que la película de George Clooney, Ratner elude el tema).
Esa responsabilidad compartida y la ausencia de canales de protesta políticos son, probablemente, los motivos por los que los protagonistas encuentran, como única respuesta a sus problemas, una solución criminal: el robo del departamento de Shaw. Parodia de un caper film, Robo en las alturas reemplaza a los expertos por inútiles y a los duros por grises empleados de clase media y los envía a una misión para la que no están preparados. Ese desajuste se balancea con la nobleza de la empresa: quitarle a Shaw el suficiente dinero como para recuperar el fondo de las jubilaciones y los ahorros de Lester. Como si el componente criminal no quedara lo suficientemente a la vista, Josh le pide ayuda a Slide, un ladrón de poca monta de su barrio que nada tiene que ver con el resto del grupo. Durante y después del robo, llama la atención el papel que cumple la ley: el FBI tiene en custodia a Shaw al tiempo que vela por sus intereses cuando atrapan a los ladrones; la agente especial Claire detesta al millonario y a veces es cómplice de Josh pero no puede dejar de cumplir con su trabajo. Trabajo esforzado que, por otra parte, nunca alcanza para condenar y encarcelar a Shaw: el FBI que se muestra en Robo a las alturas es incompetente con magnates como Shaw pero expeditivo con ciudadanos arruinados e inmigrantes pobres como los que componen el grupo comandado por Ben Stiller.
Al final, sin herramientas políticas de por medio, con una justicia negligente y la conciencia de saberse en parte responsables de sus tragedias personales, a los protagonistas no les queda otra opción que recurrir al delito para obtener alguna reparación económica y moral. La caída de Shaw (que se condensa en el plano en que se lo encierra en un pabellón común; ya no cuenta con el arresto domiciliario en su penthouse) se debe solamente al doble trabajo de Josh y sus compañeros: cometen un crimen al tiempo que desenmascaran los fraudes del millonario. Pero, como bien se sabe, el cine manistream nunca soporta una impunidad absoluta: el castigo puede ser repartido o recaer en alguien en particular, pero no puede no haber castigo, sea por medios legales o no. Al final, el éxito del plan, la restitución de las jubilaciones y la condena de Shaw podrían ser los signos de algo muy parecido a un final feliz, si no fuera porque uno de los personajes carga él solo con la pena de todos. Ese inmolarse como único camino para conseguir justicia es el signo más fuerte del desánimo de la película de Ratner. Su gran mérito es el atreverse a decir eso esquivando la seriedad y la grandilocuencia, apostando al humor muchas veces tonto, incluso escatológico y hasta políticamente incorrecto. Por eso, a pesar de todos los problemas narrativos y formales que se le puedan achacar, Robo en las alturas es una película mucho más política, madura y lúcida que un bodoque como Secretos de Estado.