Más que robots, hacen falta héroes
La versión del director carioca conserva el carácter satírico que tenía la original de Paul Verhoeven. Y también como en la película de 1987, el poder de la corporación que inventó al robot policía es mucho más grande y temible que el de cualquier hampón.
Curiosa carrera la del carioca José Padilha (1967). Debutó con uno de los documentales más conmocionantes en mucho tiempo, Omnibus 174 (2002), donde practicaba una crónica visceral de cómo la policía llega a ejecutar a un chico de la favela. De ahí pegó un salto mortal del otro lado de la cerca, para narrar la formación de un bien intencionado miembro de la policía especial de Río, desde su punto de vista, en Tropa de elite (2007) y Tropa de elite 2 (2010). Ahora cierra ese círculo dando otro salto gigante. O varios. Como consecuencia de la repercusión internacional de la primera Tropa de elite, Padilha accede a Hollywood, filmando, en inglés y con actores anglohablantes (algunos, de primerísima línea), una película clase A. ¿Qué película? La remake de RoboCop, claro. Hollywood piensa de esta manera: si este tipo filmó con pulso firme una historia de policías, démosle a él otra de policías, pero de mayor tamaño. La película y los policías.
Un detalle no menor es que tanto la original (Paul Verhoeven, 1987) como ésta son películas dirigidas por extranjeros. Como sucedió en su momento con Ernst Lubitsch, Fritz Lang, Alfred Hitchcock o Billy Wilder, en ambas RoboCop el origen foráneo de sus hacedores les permite observar a la sociedad estadounidense desde una mirada algo corrida, entre extrañada y sarcástica. La de este futuro indeterminado, pero nunca muy lejano, es una sociedad en la que Raymond Sellars, presidente de una megacorporación (Michel Keaton, inmejorable), hace lobby para convertir su línea de robots policías en demanda social. Pero el Parlamento, dominado por esos puercos liberales, no quiere saber nada y el proyecto de ley, que tiene como principal ariete a un tal Pat Novak, imperdible conductor facho de televisión (Samuel P. Jackson, una “gozada”, como dirían los españoles), no logra alcanzar la mayoría necesaria.
Ningún bobo, casi un estudioso cultural, Sellars comprende que el público estadounidense no va a comprar un robot, sino un héroe. Y un héroe tiene que ser humano: hay que meter a un tipo adentro de un robot. Es allí donde tras el ataque de un hampón, el agente Alex Murphy (el sueco Joel Kinnaman, cuyo verdadero nombre es Charles Nordström) queda reducido a un rostro, un par de pulmones, un corazón y parte de un brazo. Eureka: el doctor Norton (Gary Oldman, cuanto menos loco mejor) se ocupará de rellenar lo que falta con prótesis y chirriantes piezas de metal, haciendo unos ajustes en los chips cerebrales para anularle las emociones, que le impiden ser el policía perfecto. Ahí sí, el primer RoboCop sale de fábrica listo para masacrar malvivientes, sin que le tiemble una sola neurona. La situación es básicamente la misma que la de la RoboCop original. Como allí, el poder de Omnicorp es mucho más grande y temible que el de cualquier hampón. Incluso el que atenta contra Murphy, que no es ningún nene de pecho.
Lo otro que la versión Padilha mantiene de la de Verhoeven es el carácter satírico, depositado sobre todo en el payasesco Pat Novak, cada una de cuyas intervenciones funciona casi como separador cómico, levantando un interés que en la segunda mitad tiende a amesetarse. Las diferencias fundamentales entre ambas versiones son dos, y ambas ayudan a que Murphy esté menos solo que en la original (lo cual hace de ésta una versión menos desesperada). Murphy cuenta con dos aliados, ambos de ley: el doctor Norton, que trabaja a disgusto a las órdenes de Sellars, y su esposa (la australiana Abbie Cornish), que tiene aquí un peso fundamental en la trama. Es ella (¡macha!) la que pone el cuerpo ante la megacorporación en pleno, cuando percibe que algo raro está pasando, y es gracias a ella que Sellars y sus ayudantes muestran su verdadera cara. Que no es linda.
Otros que ayudan a mantener el interés son Jay Baruchel, secundario de la nueva comedia estadounidense, cuyo “soy un ejecutivo de marketing” recuerda al “no peguen, soy Giordano”; el pequeño Jackie Earle Haley, que a la hora de los malos es de los mejores, y el propio Kinnaman, a quien, por suerte, el músculo no le anula la expresión.