Después de varias versiones fallidas, la remake de Robocop que filmó el brasileño José Padilha le devuelve todo su esplendor a la historia del policía-máquina y plantea buenos interrogantes sobre la seguridad en las sociedades de hoy.
El cine de acción le debe a Paul Veroheven dos películas que llegaron a convertirse en clásicas y de culto al mismo tiempo: Robocop (1987) y El vengador del futuro (1990). Si la remake de El vengador..., de 2012, se ocupó de volverla un bodrio insalvable, y las dos secuelas de Robocop (de 1990 y 1993) fueron perfectamente olvidables, la versión estrenada esta semana del robot-policía con alma humana devuelve al personaje al podio de héroe justiciero en todo su esplendor.
Y lo hace tan bien, que va más allá de lo que el realizador holandés (y los directores de las secuelas) hubieran podido plasmar, en todo sentido. En primer lugar, porque comparados con las posibilidades actuales de los efectos visuales, los de hace 27 años parecen venir de la prehistoria y lucen hoy como un futuro demasiado retro, pero además, porque el mundo cambió demasiado en ese cuarto de siglo y estamos mucho más cerca (tecnológica y temporalmente) del año 2028 que supone la historia.
José Padilha, el director brasileño de la exitosa Tropa de elite, es el responsable de aggiornar el escenario geopolítico y los dilemas que la creación de un policía infalible propondrían a las sociedades actuales, reservando las dosis de acción justas para que el filme no se convierta en nada más que un buceo por la psiquis de lo que queda del detective Alex Murphy, interpretado impecablemente por Joel Kinnaman (The Killing).
Lo que eleva a este Robocop por sobre el resto de sus propias versiones es la decisión de llevar la cuestión moral hasta el límite más extremo: ¿A qué político o dueño de una mega-corporación le convendría en última instancia delegar el tema de la seguridad a un agente imposible de corromper? ¿Cuánto de nuestras libertades individuales estamos dispuestos a sacrificar por el ideal de delito cero?
Por fuera de la cuestión de si estamos o no preparados para una justicia de ejecutores incorruptibles, y como un río subterráneo que atraviesa la trama, aparecen tópicos insoslayables y altamente sensibles: la intromisión de Estados Unidos en otros países a partir de sus emprendimientos armamentistas; la (cada vez menos) fantasiosa idea de que estamos siendo monitoreados en cada minuto de nuestras vidas; la actualidad fresca de los drones (robots no tripulados) que ya se prueban en la vida real en misiones de exploración de escenarios de riesgo, y el miedo como síntoma cabal de la decadencia del imperio americano.
Los fans de la primera Robocop percibirán que Padilha, no obstante, no descuida la historia original: el policía que vuelve de la muerte convertido en robot para resolver su propio asesinato. Sólo que, inteligentemente, le otorga una relevancia central a un personaje que pasaba desapercibido en 1987: el Dr. Dennett Norton, a cargo aquí del eficientísimo Gary Oldman.
Con eso y en poco menos de dos horas que incluyen tomas imposibles logradas de modo altamente realista, el mito queda más que dignamente actualizado. De paso, la justicia también le llega a Veroheven: ahora tiene una remake a su altura. El bonus: los títulos de cierre con The Clash y el rabioso I faught the law como fondo musical.