El cine está lleno de futuros distópicos. Desde Blade Runner a Brazil y desde La Naranja Mecánica a Matrix, las películas se encargaron de amenazar con porvenires que -en el peor de los casos- propiciaban reflexiones de largo aliento respecto de sus posibilidades de concreción, además de atrapar con las ramificaciones de la historia y sus personajes. Y si no, al menos resultaban un ejercicio entretenido. No es el caso de la historia plasmada en Divergente. Con excepción de una pocas secuencias de acción bien filmadas, la cinta a duras penas logra mantener la atención, es previsible hasta el útlimo minuto y el guion redunda en repetición de escenas que apuntan a enunciar una sola y misma idea: la palabra del título. Se deja claro desde la primera línea de monólogo del personaje central que presenciaremos una gran metáfora de la persecución y eliminación de lo distinto en una sociedad posible, de lo que se sale de la norma, y de la lucha de lo divergente por prevalecer como excepción. La cuestión aquí es lo burdo del planteo (la idea de que en apenas 100 años una población entera puede internalizar una reorganización social limitada exclusivamente a cinco castas o facciones es cuando menos simplista), además de la ausencia de ideas para hacerlo atractivo. Semejante falta de profundidad para retratar lo que subyace en los abismos del inconsciente individual y colectivo se hace aún mayor al avanzar una trama que muestra sus inconsistencias bien pronto en los 140 minutos de duración el filme. Se salvan, apenas, lo bien logrado de una Chicago en ruinas, los paisajes en espacios abiertos y desoladores y lo decadente de los edificios post apocalípticos, incluso por sobre la química amorosa (bastante escasa) que irradia desde la pantalla la pareja protagónica conformada por Shailene Woodley y Theo James. Esta esquemática adaptación de la novela de Veronica Roth, una jovencísima escritora que se topó con un best seller a los 25 años, cuando publicó Divergent en 2011, y sus secuelas Insurgent y Allegiant en 2012 y 2013 (que también llegarán al cine) no pasa de ser un ejercicio de referencias a otras ficciones adolescentes que arrasaron en taquilla, como Los juegos del hambre o Crepúsculo. El amor que surge de imprevisto en el contexto de una situación límite, el romance que tarda en concretarse y cuando llega es combatido, los ritos inciáticos y hasta los juegos y simulaciones de lucha. También es posible que, con la premisa de dejar sentadas las bases para lo que resta de la trilogía, Divergente guarde sorpresas para más adelante. Como sea, tratándose de una película que habla de asumir los riesgos de salirse del molde, no deja de resultar paradójico que encaje en todos y cada uno de los clisés del cine orientado a los jóvenes adultos como fórmula.
300: el nacimiento de un imperio apuesta a retomar la historia original con sobredosis de escenas cruentas en slow motion y de sangre que empaña la pantalla grande. Si Gerard Butler hubiera estado de acuerdo en volver a interpretar al rey Leónidas para hacer una secuela de 300, seguramente el guión de 300: El nacimiento de un imperio tendría algún "¡We are Sparta!" (Somos Esparta) de esos que hacían poner la piel de gallina y transmitían una sensación de invencibilidad rayana en lo paródico. Pero no. Butler no quiso reeditar lo que se presumía como la confirmación del éxito del filme de 2006 brillantemente adaptado del cómic de Frank Miller, y no hay que ir al cine con demasiadas expectativas. La secuela aquí es al mismo tiempo una precuela: mientras el comienzo es el relato de una batalla sucedida en un tiempo anterior a la original 300, el nudo es contemporáneo al enfrentamiento que convirtió en héroes y mártires a los 300 hombres de Leónidas y su desenlace es, en sí, la continuación enfocada ya no en los espartanos sino en los pueblos que conformaban la Grecia antigua, con Atenas a la cabeza. La cuestión es que, por más que el éxito de la primera bendiga a la segunda atrayendo a millones de espectadores (la lógica de la industria prueba ser implacable una vez más), lo conseguido está tan lejos del original como Esparta de Atenas. En realidad, más lejos. Hay en 300: El nacimiento de un imperio un redoble de la apuesta por las tomas en ultra slow motion de espadas atravesando cuerpos o desmembrándolos, y de sangre derramada a borbotones al punto de salpicar la lente de la cámara (y la subjetiva del espectador). Y eso es casi todo. El resto es un artificio más o menos bien orquestado para dar sustento a una historia que carece del tono épico-trágico de su predecesora, y por tanto está lejos de resultar convincente. El Temístocles de Sullivan Stapleton no tiene el carisma necesario para asumir el rol protagónico que le sobraba al Leónidas de Butler, y está bien: Leónidas era un rey, Temístocles un general. El foco podría caer entonces en Artemisia, el personaje de Eva Green, aunque no demasiado porque juega para los malvados persas, mientras que el rey malo Jerjes apenas hace su aparición (recordar que está atareado derrotando a los 300 de Leónidas). Y en caso de que hicieran falta más calamidades (a la película, no a los griegos), el uso del 3D es de básico para abajo: cuando el efecto no está destinado a hacer sentir a la platea que la pantalla salpica sangre, está arruinando lo poco de estética de cómic que le queda, y tan bien transmitía la primera 300. No aburre, pero no es especialmente entretenida. Y esa tibieza, tratándose de una lucha entre griegos y persas, se revela imperdonable.
Después de varias versiones fallidas, la remake de Robocop que filmó el brasileño José Padilha le devuelve todo su esplendor a la historia del policía-máquina y plantea buenos interrogantes sobre la seguridad en las sociedades de hoy. El cine de acción le debe a Paul Veroheven dos películas que llegaron a convertirse en clásicas y de culto al mismo tiempo: Robocop (1987) y El vengador del futuro (1990). Si la remake de El vengador..., de 2012, se ocupó de volverla un bodrio insalvable, y las dos secuelas de Robocop (de 1990 y 1993) fueron perfectamente olvidables, la versión estrenada esta semana del robot-policía con alma humana devuelve al personaje al podio de héroe justiciero en todo su esplendor. Y lo hace tan bien, que va más allá de lo que el realizador holandés (y los directores de las secuelas) hubieran podido plasmar, en todo sentido. En primer lugar, porque comparados con las posibilidades actuales de los efectos visuales, los de hace 27 años parecen venir de la prehistoria y lucen hoy como un futuro demasiado retro, pero además, porque el mundo cambió demasiado en ese cuarto de siglo y estamos mucho más cerca (tecnológica y temporalmente) del año 2028 que supone la historia. José Padilha, el director brasileño de la exitosa Tropa de elite, es el responsable de aggiornar el escenario geopolítico y los dilemas que la creación de un policía infalible propondrían a las sociedades actuales, reservando las dosis de acción justas para que el filme no se convierta en nada más que un buceo por la psiquis de lo que queda del detective Alex Murphy, interpretado impecablemente por Joel Kinnaman (The Killing). Lo que eleva a este Robocop por sobre el resto de sus propias versiones es la decisión de llevar la cuestión moral hasta el límite más extremo: ¿A qué político o dueño de una mega-corporación le convendría en última instancia delegar el tema de la seguridad a un agente imposible de corromper? ¿Cuánto de nuestras libertades individuales estamos dispuestos a sacrificar por el ideal de delito cero? Por fuera de la cuestión de si estamos o no preparados para una justicia de ejecutores incorruptibles, y como un río subterráneo que atraviesa la trama, aparecen tópicos insoslayables y altamente sensibles: la intromisión de Estados Unidos en otros países a partir de sus emprendimientos armamentistas; la (cada vez menos) fantasiosa idea de que estamos siendo monitoreados en cada minuto de nuestras vidas; la actualidad fresca de los drones (robots no tripulados) que ya se prueban en la vida real en misiones de exploración de escenarios de riesgo, y el miedo como síntoma cabal de la decadencia del imperio americano. Los fans de la primera Robocop percibirán que Padilha, no obstante, no descuida la historia original: el policía que vuelve de la muerte convertido en robot para resolver su propio asesinato. Sólo que, inteligentemente, le otorga una relevancia central a un personaje que pasaba desapercibido en 1987: el Dr. Dennett Norton, a cargo aquí del eficientísimo Gary Oldman. Con eso y en poco menos de dos horas que incluyen tomas imposibles logradas de modo altamente realista, el mito queda más que dignamente actualizado. De paso, la justicia también le llega a Veroheven: ahora tiene una remake a su altura. El bonus: los títulos de cierre con The Clash y el rabioso I faught the law como fondo musical.
Había una vez unas joyas "¡Atraco!" es un entretenimiento efectivo, más allá de algunos giros demasiado previsibles y una dirección de actores deficitaria. ¡Atraco! no es una comedia, tampoco un drama histórico y mucho menos un biopic. También está a años luz del camino que lleva al policial negro hecho y derecho, bien transitado por La señal, por mencionar una ficción cinematográfica nacional que hundía sus raíces en el halo de misterio sobre algunas cuestiones íntimas del peronismo visceral de mediados de siglo pasado. Sin embargo, es prácticamente una obligación destacar una ambientación preciosita de la época en que transcurre el relato (1956), aunque mucho más cuando lleva la acción a Madrid que cuando lo hace en Panamá, los dos puntos del globo en los que ubica a sus personajes centrales, víctimas y orgullosos portadores de un gen militante de auténtica cepa justicialista. De más a menos, el hipotético boletín de calificaciones de ¡Atraco! iría con una nota algo menor en el rubro fotografía, y definitivamente peor en el de guión. Uno de los puntos más flojos, posiblemente atribuible a la catalanidad del director Eduard Cortés, es la evidente falta de adaptación del lenguaje: como si fueran viajeros en el tiempo, Guillermo Francella y Nicolás Cabré hablan un argentino con entonación y giros muy poco ceñidos a la época que pretenden habitar. El contraste se acentúa en las escenas en que se suma Daniel Fanego, quien sí logra una brillante interpretación de Landa, el oscuro secretario de tercera línea del mismísimo Perón, a cargo de conseguir financiamiento para el exilio español del líder. Francella, en cambio, zafa apenas correctamente del arsenal de tics efectivos que lo hicieron célebre (aunque cada vez que asoman se conviertan en lo más festejado por la platea), mientras que Cabré parece buscar en Los Únicos el tono para conquistar a una enfermera madrileña de los años cincuenta. En esas coordenadas, las joyas de Evita son el catalizador de una trama argumental demasiado inocente y previsible como para constituirse en ejemplo del cine de género al que apela la película en su intención formal. Tanta linealidad y giros anunciados, de todas formas, no le quitan al filme su principal atractivo: entretiene.
Fantasmas con cama adentro Donde habita el diablo se construye sobre lo que no hay: no hay banda sonora ni música incidental, tampoco golpes bajos, actuaciones exageradas o efectos especiales espeluznantes. Además, y en primer lugar, se sobrepone a la limitada inspiración de los retituladores que transformaron Apartment 143 en Donde habita el diablo porque sí, habida cuenta de que que no hay ni siquiera una referencia a Mefistófeles, religión o exorcismo alguno en los 95 minutos de la ópera prima del catalán Carles Torrens, un director sub-30 a quien habrá que prestar mucha atención. Con la referencia obligada a otro clásico español del género como Rec (por la utilización a rajatablas del recurso del "falso documental"), Torrens se entromete en la vida de una familia compuesta por padre viudo, hija adolescente e hijo pequeño, en una casa-departamento presuntamente asediada por fenómenos paranormales, los mismos que películas como Actividad paranormal contribuyeron a, curiosamente "normalizar". Contando con eso a su favor, Torrens va un poco más allá y (con cámara en mano cuidadosamente descuidada) pone en escena a un psicólogo especialista que viene de un instituto de investigación junto a dos asistentes para determinar el origen de lo que allí sucede. Ante los ojos del espectador, el argumento y el guión muestran, sí, "cosas que pasan", pero comienzan a desactivar los clisés que podrían esperarse en una historia de estas características, hasta el punto asegurar que los fenómenos paranormales no existen sin una causa originada en los seres humanos vivos. Quizás el recurso más sencillo, y a todas luces el más efectivo de Torrens sea ese: tomar sucesos inexplicables que tienen lugar en un mundo inaccesible para el ojo humano y dotarlos de una causa real, de un origen cierto en un hecho ocurrido en la dimensión donde todo nos es más familiar. Al mismo tiempo, en el clima opresivo de esos pocos metros cuadrados, el proceso va desnudando la verdadera historia de ese núcleo con vínculos familiares enfermos, cada vez más a medida que afloran con virulencia el odio, la culpa y los sentimientos reprimidos. La virtud es, entonces, llegar a mostrar eso como algo mucho más aterrador que los fantasmas que supuestamente asolan a los protagonistas. Y entre todo lo que no hay en Donde habita el diablo, tampoco hay una intención explícita de asustar al que mira. El temor, si aparece, no vendrá de la pantalla.
Una tragicomedia a la italiana En el mapa de Italia, en el taco de la bota, está Lecce. En esa ciudad del sur, el director turco radicado en la península, Ferzan Ozpetek, ambientó Tengo algo que decirles (2009). Con buena dosis de costumbrismo contado con ironía contemporánea, plantea la hecatombe familiar que llega de la mano de los dos hijos, herederos naturales de la fábrica de pastas de los Cantone. Ozpetek logra una comedia con carga grotesca en la que los rasgos a la Campanelli se reescriben con el tema de la condición sexual. Tommaso es el hijo que estudia en Roma y vuelve a casa a sincerar su situación. No cuenta con la reacción de su hermano Antonio, mano derecha del padre en la fábrica. Ozpetek narra la vida cotidiana de la ciudad chica donde el más próspero es despellejado cuando la noticia corre. El director se vale de breves historias paralelas, entre la que se destaca la de la nonna (Ilaria Occhini), para armar la estrategia de la liberación de los hombres cansados de fingir. Los personajes hacen añicos el mandato social, tema recurrente y siempre bien contado por el director de El baño turco (1997) y La ventana de enfrente (2003), dos de sus títulos en los que la homosexualidad se tematiza, con estéticas diferentes a las de Tengo algo que decirles. En el bellísimo corazón de la ciudad, los personajes femeninos sobreviven a sus deseos. Particularmente intensa es la actuación de Nicole Grimaudo en el rol de Alba Brunetti. Se luce Ennio Fantastichini, como Vincenzo, con ataques de risa que esconden la vergüenza, así como en las escenas con la familia en la mesa. Ozpetek también pone humor en la visita de los amigos de Tommaso que llegan de Roma, y acompaña el tono general con una banda musical que mete ritmo. El director utiliza los estereotipos para decir otra cosa y hablar del amor como encuentro. Los temas musicales funcionan como bisagras y la cámara envuelve a la familia bajo la admonición tan italiana, tan del sur: “los amores imposibles no se terminan más”.
Al costado del camino “Es de ciencia ficción”, dice la chica que corta tickets en la cola del cine cuando se le pregunta de qué va La carretera. Y la verdad es que no. O tal vez sí. Lo cierto es que no hay en toda la película, basada en la novela de Cormac McCarthy (Sin lugar para los débiles), una sola referencia temporal más allá de la línea que tira el narrador al inicio: “Los relojes detuvieron su marcha a la 1:17”. Nada más. La raza humana en vías de inevitable extinción, a partir de un cataclismo tampoco especificado, y la vida animal en casi todas sus formas presente sólo como un vago recuerdo de quienes conservan algún rasgo de humanidad. En ese paisaje gris, atravesándolo como una grieta, un padre y su hijo de once años yendo al sur, siempre al sur. John Hillcoat emprende con notable precisión y con los recursos visuales estrictamente necesarios un viaje paralelo hacia el interior del mayor depredador del planeta, vuelto por necesidad extrema en cazador de sí mismo. Sin distracciones, centrando casi todo lo que importa alrededor de “El hombre” (Viggo Mortensen) y “El niño” (Kodi Smit-McPhee) la película arremete hasta las últimas consecuencias con su cometido, que no es otro que transmitir cruda, brutalmente, el ansia extrema de supervivencia de sus dos personajes, en un contexto en el que es tan importante para el hijo aprender a suicidarse en caso de caer en manos de los caníbales, como para el padre tener una buena historia que contarle antes de conciliar el sueño. A fuerza de ver bodrios como 2012, El día después de mañana o Soy leyenda, la mayoría de quienes ven el fin del mundo desde una mullida butaca se acostumbró a pensar que para retratarlo, el séptimo arte precisa incluso de un subgénero específico: el cine catástrofe. En cualquiera de ellas, es esencial saber cuánto más adelante en el tiempo para evaluar algo como la “credibilidad” de la historia. En La carretera, no solamente no hace falta el dato sino que es esa ausencia lo que vuelve más incómodo el relato: no se ve que suceda dentro de demasiado tiempo. Por añadidura, confirma que lo que va a llegar a su fin no es el planeta, sino la vida sobre él. El viejo mundo seguirá girando sin nosotros. Pero el hombre es un animal extraño. E incluso cuando no quede posibilidad alguna de redención, habrá esperanza mientras quede vida. Y sobre todo, amor. Finalmente, no era “una de ciencia ficción”.