LIBERAR LOS ESPEJITOS DE COLORES
A pesar de la distancia de tonos y perspectivas, Rocketman y Bohemian Rhapsody comparten algo más que la dirección a cargo de Dexter Fletcher*: la estructura narrativa. Relatos que comienzan con cantantes bien reconocibles mediante el vestuario pero cuyos rostros se perciben fragmentados o cubiertos y que deben atravesar corredores en una suerte de ralentí –de frente o espaldas– hasta el punto de inflexión que cambiará radicalmente la consideración del mundo sobre ellos y su música. La mejor performance de todos los tiempos del Live Aid o la primera charla en el grupo de rehabilitación son los momentos de quiebre para desplegar el gran flashback que abarca casi todo el metraje y regresar en el final a dicho instante ya resignificado como puente con el presente, algunos datos biográfico por fuera de la historia o fotografías comparativas entre los músicos y los actores. Un entramado que postula el deseo, la experimentación y la búsqueda identititaria como los grandes motores del diferencial artístico.
De esta forma, ambas historias articulan las destrezas en la composición musical, en el conocimiento de los instrumentos o en el juego para combinar letra y sonido con las sensaciones personales, el nexo familiar, el lugar de origen, las prendas característas, el cambio de nombre, el exceso y hasta con el despertar sexual, aunque varían las intensidades. La película estrenada en 2019 apuesta a una mayor crudeza y a la individualidad de todos los personajes. La madre que desprecia la maternidad, el padre gélido, la abuela compañera, el manager embaucador, el amigo incondicional, el niño – hombre sin amor propio; cada uno funciona por sí mismo y en soledad, incluso, en un sitio lleno de gente para subrayar dicha carencia de lazos. Por el contrario, la del año pasado se sostiene en las diversas formas de familia como la de sangre, los amigos, la pareja, la banda y hasta el público. Los rasgos singulares no hacen más que potenciar el conjunto que, con sus diferencias y debilidades, actúa para volverse fuerte y libre.
El contraste más sobresaliente en los dos abordajes del director se encuentra en el rol del espectador. Mientras que en el film liderado por Freddie Mercury se vuelve crucial dentro y fuera de la pantalla, en el centrado en la vida de Elton John se ubica en segundo plano, incluso, ausente en ocasiones. Ya interviene en la apertura aparece una guitarra y el vivo de un show frente a un breve silencio y una lenta emergencia del sonido instrumental en la otra. La razón es sencilla. Bohemian Rhapsody apela a que la multitud complete la historia para investirla de sentido propio, que interactúe marcando el ritmo con el pie o cante en la sala oscura como si estuviera en esos recitales. Dentro de ese código, Fletcher ahonda, por ejemplo, en la grabación de estudio de la canción que le da nombre, en las exploraciones musicales de cada álbum, las recreaciones de las puestas en escena en estadios colmados o la réplica del videoclip I want to break free junto a imágenes de archivo que pasan desapercibidas en general. Todo apunta a que quien agite el puño, grite los estribillos o baile tanto en los conciertos como en las butacas se apropie de la experiencia completa.
En Rocketman, por el contrario, el protagonista es el único capaz de otorgarle sentido total a los temas porque ese recorte enfatiza sus estados de ánimo, pesares, fantasías, necesidades y sentimientos más profundos que jamás reveló a nadie. La terapia grupal no sólo implica revisar el pasado, sino descubrir las numerosas capas para aceptarlo, dejar ir y reconectarse con quien desea ser. Los espectadores, entonces, se limitan a contemplar las creaciones musicales, la extravagancia de los atuendos, los excesos del repentino éxito, el adormecimiento –con drogas, alcohol o alejándose de los demás mediante la acumulación de máscaras para implantar una falsa felicidad– hasta convertirse en los mayores propulsores de su propia espectacularización. Así lo confirman el vestido y la peluca isabelinos, la colección de anteojos, la coreografía de Saturday night’s alright for fighting en la feria que recrea los musicales de la época dorada hollywoodense o la interpretación de I want love por los cuatro Dwight, donde cada párrafo define sus actitudes o puntos de vista. De esta manera, el relato erige una distancia entre la multitud y la experiencia musical sólo quebrada por el despojo del protagonista del enterito naranja con piedras brillantes y gorro al tono. Un abrazo sincero para reconfigurar la esencia en atuendos reconocibles sin llegar al ridículo, por ejemplo, despertar del letargo y convertirse frente al mundo en quien siempre había anhelado ser.
Por Brenda Caletti
@117Brenn