Biopic 2.0
Rocketman (2019) termina de expresar aquello que insinuaba el año pasado Bohemian Rhapsody (2018): las estrellas de rock de este milenio ya no son simples reventados cuya vida culminó de forma trágica (Elton John no murió, de hecho autorizó la versión filmada y oficia de productor ejecutivo) sino seres que transitaron el subibaja del éxito y los excesos pero con esplendor y mucho glamour. En un momento histórico donde todo entra por los ojos –incluso la música- la película le da un giro a las biopic musicales y pone sobre el tapete las claves del cine de este siglo: la fascinación visual y el ritmo narrativo.
Bohemian Rhapsody era una película correcta porque recurría a la estructura clásica del músico talentoso y desconocido que adquiría la fama y perdía los afectos bordeando el melodrama. El ritmo arrollador y la excelente edición de la película nos transportaban a la propuesta de forma sensorial. Elton John (un genial Taron Egerton) es como Freddy Mercury, otro músico inglés no reconocido en su juventud que enfrentó dilemas sociales por su sexualidad y adicciones. Lo interesante aquí es que la película narra el descenso (hasta tocar fondo) del músico sin escatimar ni ocultar su adicción a las drogas, al alcohol y a la vestimenta extravagante, en su momento de mayor éxito y fama producto de su carencia afectiva. Cómo en toda biopic melodramática hay villanos, el insensible y chupasangre manager (Richard Madden), y sus padres (Bryce Dallas Howard y Steven Mackintosh), incapaces de reconocer su talento y de demostrarle afecto, lugares comunes del género. Elton John es un reventado de esos que caen bien al público, rico pero infeliz buscando reencontrarse consigo mismo.
La película no es una tragedia como los casos nacionales de Gilda: No me arrepiento de este amor (2016) o El Potro, lo mejor del amor (2018) pero bordea los golpes bajos, solo evitados gracias a un guion inteligente que combina coreografías musicales con retazos de su pasado. El punto de partida es una sesión de terapia en un centro de recuperación de adictos desde dónde Rocketman traza puentes con su infancia y los momentos más destacados de su carrera profesional.
¿Qué es entonces lo destacable de este film? Los toques de fantasía siempre presentes para escenificar episodios sensoriales de su vida. Cuando se eleva tocando el piano en su debut en EEUU, cuando se sumerge en la piscina con intenciones de suicidarse, en ambos extremos de su “fascinante vida” –así es representada- la magia de las musas se apodera de la escena. Ese misticismo se combina a la perfección gracias al musical, el verdadero género detrás de Rocketman, que articula tragedia con magia, catarsis y golpes bajos con un ritmo exquisito que encuentra la síntesis en cada letra de sus canciones.
La segunda línea argumental es su relación con su amigo y compañero Bernie Taupin (Jamie Bell), el único personaje capaz de quererlo y apoyarlo en la fama. Sobre el final, triunfa el pop, el reviente se vuelve estética y el drama personal se supera hacia un curioso concepto de normalidad planteado por el film. El orden se reestablece y el artista emerge como el Freddy Mercury de Bohemian Rhapsody. No hay culto al reviente, sino un pasado de desmanes propios del rock que es –según el film- mejor superar. Después de todo el pop edulcora los excesos y los convierte en un dato estético más, como los extravagantes vestidos que ostenta Elton.