Hay películas que uno disfruta aun sabiendo mientras las mira que no son particularmente buenas ni particularmente malas. No existe nada –o existe poco– en ellas digno de alabanzas desmedidas; pero, de igual modo, tampoco despiertan pasiones tales que se necesite salir a vapulear las decisiones tomadas en el casting, en el rodaje o en la edición. Más bien, en general, provocan una cierta tibieza de emociones en los espectadores. Es posible argüir que la gran mayoría de los estrenos de la cartelera de los jueves (esos que son agrupados bajo la designación de cine mainstream) caen de forma indefectible en esta categoría. Rocketman intenta desembarazarse de esa etiqueta, escapar del lugar común del quehacer cinematográfico de las grandes productoras; sin embargo, no es la excepción aunque por momentos lo logre.
Taron Egerton, sobre quien gravita todo en el film –no hay escena sin él– interpreta a Elton John y Jamie Bell a Bernie Taupin, el letrista, colaborador del músico desde el comienzo. Con forma de biopic musical (con tino, muchos periodistas ya vaticinan que devendrá comedia musical teatral), la vida de John es contada en flashback a partir de su internación en una clínica de rehabilitación en la década del noventa. Como recurso narrativo, el relato del protagonista de su propia historia, desde la más temprana edad hasta ese momento, en las sesiones grupales de terapia contra la adicción, no es original, pero sí efectivo. Amén de los breves momentos en que el relato vuelve al presente de la historia para ir mostrando la cura emocional que la terapia propicia, se nos dará a ver la infancia disfuncional, la orientación sexual confusa, los éxitos artísticos y los fracasos amorosos, así como las consecuencias del abuso de sustancias, alcohol, compras y sexo (algunos hasta podrían tildar a esta película de osada frente al puritanismo de Bohemian Rhapsody) atendiendo a la cronología de hechos reales. Por el contrario, las canciones son empleadas con libertad según las necesidades dramáticas, sin respetar fechas, por ejemplo, la utilización de la bella “I Want Love”, canción del 2001, para la secuencia que cuenta la infancia del músico y el desamor de aquella época.
Entre los flacos aspectos de la película, podría decirse que algo en el tono nunca termina de cuajar. Cuando se encuentra en clave comedia, los personajes y las situaciones proponen un registro paródico, mientras que, en clave dramática, todo hace leer la construcción de un cierto realismo, rayano en el naturalismo. Tal amplitud de modos narrativos hace que Rocketman acabe no siendo ni una cosa ni la otra. Es una verdadera pena porque cuando el film no toma en serio ni a su personaje ni a sí mismo resulta en una explosión feliz de música, colores y movimientos, al mejor estilo de la tradición del musical americano. Por esto, sin contar que las canciones del músico inglés pueden sostener por sí solas cualquier relato, las secuencias más logradas son aquellas que transcurren bajo la estela del musical integrado, es decir, esas secuencias en las que las canciones –y los bailes– no son meras decoraciones sino que a través de ellas el relato avanza, evoluciona, por caso, la transición de la infancia de Elton hacia la adolescencia o el desborde orgiástico en pleno pico de fama. Cuando la puesta en escena renuncia a su pretensión “realista”, a cierta moralina biempensante, cuando duplica de lleno las extravagancias de la persona pública del músico, cuando hace del exceso su lema y procedimiento, volcándose sin freno a lo camp, a lo kitsch, a la fantasía, es allí donde se despega de los intrascendentes estrenos semanales a los que estamos terriblemente acostumbrados.