A poner el pecho
Se volcaron litros de tinta para discutir y para entender a La Guerra de las Galaxias (Star Wars), tanto en sus aspectos formales, como también en los mitológicos y filosóficos. Tal vez un poco menos de importancia se le dio en el universo Gutenberg a su rico texto político; tan vasto (y ligado también al mito y a la religión), que permitió que cada uno lo interpretara según su mandato ideológico. Muchos estadounidenses no tardaron nada en hacer analogías entre el imperio y el nazismo o, incluso, el stalinismo. Sin embargo, ya en el momento en el que se estrenó la primera -y mejor- obra de la saga, el imperio dominante era el americano. Los rebeldes éramos, entre otros, nosotros, el tercer mundo, los oprimidos por las corporaciones y sus aliados políticos que en esos momentos indicaban en qué lugar del mundo había que asesinar a los que ponían en riesgo su poderío (Argentina o Vietnam también fueron Alderaan).
Claro que la puesta en escena del conflicto ideado por George Lucas presentaba la contradicción de brotar de las políticas del imperio (algo similar a las contradicciones de Avatar entre lo discursivo y la materialización de su puesta en escena hipermillonaria), y, a su vez, de generar a escala masiva una reacción opuesta a su discurso: Star Wars creó a una generación de espectadores fanáticos, un fandom consumista a medida del imperio. Clink caja para Lucas, que ciertamente no tenía los berretines progres de los rebeldes. A pesar de su complejidad, Star Wars también fue la película nodriza para el triunfo del cine adolescente (el propio director reconoció que pensó la historia para chicos de catorce años); cine que terminó desterrando del mainstream a la mugre crítica, al cine adulto (por categorizarlo de alguna manera, aunque suene un poco idiota), y que evolucionó en las atrocidades sin alma con las que DC y Marvel nos colonizan las salas. De todos modos, no podemos culpar a Lucas o a la genial Star Wars por la decadencia de gran parte del cine de aventuras actual, aunque sí tuvieron responsabilidad los efectos secundarios y su posterior utilización.
Pero pasemos ahora a lo que nos compete: Rogue One: Una Historia de Star Wars (Rogue One: A Star Wars Story, 2016). Al igual que la remake no declarada del año pasado, tiene un fuerte anclaje en La Guerra de las Galaxias (luego llamada episodio IV para vendernos las horribles tres primeras partes), no sólo por funcionar como la precuela más cercana, sino por sus decisiones estéticas y una fuerte impronta de cine bélico. A pesar de que también podía verse como un western espacial, no es ningún secreto que George Lucas prácticamente copió escenas de películas bélicas para varias partes de Star Wars (pueden buscar en Youtube las similitudes con The Dam Busters, entre otras). En Rogue One, el espíritu del género se hace más presente todavía, incluso más que en El Despertar de la Fuerza (The Force Awakens); y las batallas épicas no embotan porque el director Gareth Edwards logra que rápidamente conectemos con el elenco coral, algo en lo que fallaron siempre los directores al frente de las actuales películas de grupos de superhéroes, esos que nos dejan como un público apático a merced de un gamer imaginario.
Más de 30 años antes de la venta millonaria, Lucas dijo que pensó a Star Wars como un producto Disney (en un buen sentido), y Rogue One consigue ser un buen producto de la corporación del ratón, sobre todo, porque el humor y la sensiblería -dos elementos que suelen desbordar en el cine de aventuras contemporáneo- son escasos y están bien dosificados. Rogue one se erige como una de las más oscuras de la saga porque no está contaminada por el optimismo vacuo y sin fundamentos con el que se autoflagela el Hollywood de hoy. Más allá del CGI, hay una idea sobre la verdad, sobre poner el pecho, jugarse el cuerpo por la idea; la recorre una utopía demodé para el cinismo pop dominante que se relaciona con el destino mitológico de la primera pero también con la grandeza de una idea revolucionaria: es preferible morir a vivir como un esclavo.