SOMOS LOS REBELDES
Star wars es un objeto cultural invalorable. Y no hablamos sólo desde una perspectiva comercial (sí, lo sabemos, es un chiche gigantesco e inagotable), sino de la influencia que ha sembrado entre múltiples realizadores. Tal vez no sea tan sólo Star wars, sino un grupo de películas que sobre fines de los 70’s vinieron a remodelar el diseño del cine de masas, y que a lo largo de los años 80’s construyeron un público con sus códigos temáticos y narrativos. Si la generación de realizadores inmediatamente posterior -la de los 90’s- usó a Star wars (o a Indiana Jones) como lazo indudable, pero como vínculo tácito, hubo que esperar a que aquellos directores que fueron niños en los 70’s y se educaron con las enseñanzas de George Lucas o Steven Spielberg tuvieran su oportunidad para rediseñar aquel universo, expandirlo y darle una textura contemporánea. Es decir, terminemos de emular Star wars y hagamos Star wars. Es por eso que recién casi cuatro décadas después Star wars tuvo una extensión adecuada (el Episodio VII de JJ Abrams fue muy bueno) y se prolonga ahora con la interesante Rogue one: una historia de Star wars. Evidentemente hay un proceso formativo que alcanza una cima reflexiva y que se expone con solidez en el film de Gareth Edwards.
Rogue one está dentro del universo original, pero con personajes laterales que se adivinan finalmente como fundamentales dentro de aquella saga primigenia. Los episodios que se contaron desde Una nueva esperanza (Episodio IV) hasta El regreso del Jedi (Episodio VI) tienen su origen aquí: lo que cuenta esta película es la aventura de un grupo de rebeldes que tienen que robar los planos de la Estrella de la Muerte, el arma más poderosa del Imperio. Lo primero que se aprecia es que si hay una actualización contemporánea en los tiempos de la acción, es un recurso necesario para imponer el concepto en públicos adecuados a otras velocidades: también hay más acción física, de cuerpo a cuerpo, aunque eso tiene un vínculo más visceral con el carácter guerrillero de los personajes. Porque en todo lo demás, Edwards (y sus guionistas Chris Weitz y Tony Gilroy) demuestran comprender la estructura clásica: hay una presentación de personajes veloz y precisa, saltos espaciales constantes, una exuberante utilización del montaje paralelo, y una acumulación de eventos que tendrá su clímax en un final donde todas las subtramas terminarán desembocando. La clave para que ese final sea emocionante (más allá de estar un poco estirado) es que los eventos previos potencien las cualidades de cada personaje y expongan el poder absoluto al que se oponen: los planes imposibles, el carácter revolucionario, la villanía irredenta del poder, son cosas que aquí se procesan acertadamente. Hay en el trabajo de edificación de Rogue one una artesanía evidente.
Lo que se observa en definitiva, al igual que se lo hacía en el Episodio VII, es la presencia de realizadores que comprenden tanto al producto original, que lo han estudiado y analizado tan puntillosamente, que incluso pueden rellenar los espacios huecos con inteligencia y diseñar un universo coherente y con una lógica interna evidiable. Esto se relaciona con aquella educación mencionada anteriormente, y que obviamente se completa con la propia experiencia del público ávido por nuevas historias. Rogue one es precisamente un espacio hueco, eso que nunca se nos había contado y que finalmente se revela: ¿cómo fue que la rebelión consiguió los planos de la Estrella de la Muerte? La duda razonable es si en verdad era relevante que se nos cuente esto, si no es una necesidad muy contemporánea esa de atar todos los cabos, dudas que quedan tamizadas porque la película es una aventura puramente Star wars y muy sólida como entretenimiento. De todos modos no queda oculta su lucha interior entre querer ser una película importante y su carácter meramente funcional dentro de ese engranaje superior pensado por Disney y que son las películas de Star wars. Ahí está tal vez lo peor de Rogue one, porque obliga a que el arco dramático de los personajes sea veloz dado su destino significante pero insignificante a la vez: esa idea romántica -y problemática- del rebelde trágico, también fuertemente católica en su carácter sacrificial, pone a todo lo que se ve en un segundo nivel de trascendencia. Hay por un lado en los personajes de Jyn Erso, Cassian Andor, Chirrut o Baze un grito de guerra orgulloso de “somos los rebeldes”. Pero también un límite a sus acciones impuesto por cuestiones comerciales de franquicias y sagas. Y ese no deja de ser un lugar incómodo para algo que se ha auto-denominado como “rebelión”.
De todos modos lo que queda claro aquí, y que había generado una crisis con los episodios I, II y III filmados por George Lucas y repletos de diatribas y chácharas políticas aburridísimas y plomizas, es que el universo de Star wars tiene vida propia, que es maleable y que a galope de sus temas universales (los vínculos paterno-filiales, el Bien contra el Mal, el heroísmo, el sacrificio) la aventura es posible. Los alumnos, por una vez, demostraron ser mucho mejores que el maestro. Es que todos entendieron Star wars, menos él.