La tercera peícula del director de “Historia del miedo” explora la Argentina de 1975 al contar la historia de un abogado (Darío Grandinetti) y su familia, quienes deben enfrentar complicadas situaciones que van enredándolos casi sin quererlo. Un potente retrato que analiza el otro lado de la violencia política de la época.
Las dos primeras escenas de ROJO tienen muy poco que ver entre sí pero ambas son igualmente potentes. En la que da comienzo al filme se lee “En un provincia argentina, 1975” y se ve un plano fijo del exterior de una casa a la que gente va entrando y saliendo con distintos objetos. Eso es todo. No hay diálogos, nada. Es que no hace falta saber más –al menos para el espectador argentino o uno con cierto conocimiento de la historia del país– para imaginar lo que pudo haber sucedido ahí y lo que está sucediendo.
La siguiente secuencia parece sacada de otra película, casi una de la misma época que el tercer filme de Benjamín Naishtat retrata. En un típico restaurante céntrico de esa ciudad, Claudio (Darío Grandinetti) se sienta a cenar en una mesa. Segundos después, otro hombre más joven que está parado ahí (Diego Cremonesi) empieza a quejarse en voz alta diciendo que él estaba primero y que el señor allí sentado no hace otra cosa que esperar a su demorada esposa (Andrea Frigerio). El tono sube y se arma una discusión que Claudio trata de mantener en un tono civilizado pero sutilmente paternalista. El otro, nervioso y tenso, se pone agresivo y temina yéndose del lugar poco antes que llegue ella. Lo que sucede de allí en adelante tal vez sea mejor no contarlo, pero digamos que la cosa entre estos dos hombres no termina ahí.
La historia retoma meses después y se ocupa de esta pareja y sus hijos. El, abogado, lidia con un cliente que quiere hacer negocios con esa “casa abandonada”, mientras que su hija está ocupada en una producción de ballet en la escuela de la ciudad de provincia –nunca nombrada– en la que viven. Hay unos “gauchos norteamericanos” que vienen a hacer una exhibición y otros asuntos que dan a entender la tensión social y política que se vive en ese lugar y, por ende, en todo el país. Pero en un momento, el caso inicial reaparecerá en escena y las cosas se complicarán aún más, tomando matices de suspenso.
Lo que sorprende de ROJO es su estructura y su tono, la manera en la que Naishtat va girando por distintos asuntos ligados a la vida de Claudio en ese lugar y tiempo precisos, yendo y viniendo de la parte, si se quiere, más policial del asunto. En ese sentido, es representativo de la época: cosas horribles podían estar sucediendo por debajo pero la “historia” seguía, en apariencia, normalmente. Y eso es lo que torna al filme inquietante. En medio de una velada social una mujer puede empezar a gritar y a llorar, y todos actúan sorprendidos cuando en el fondo saben a qué se debe… o puede deberse.
En lo que respecta a lo formal, Naishtat por momentos juega con curiosos zooms, musicalización de época y una paleta de colores propia de cierto cine de los ’70, dándole a ROJO un look muy especial, por momentos de película de género de la época. En consonancia con la trama, la aparente normalidad se ve ensombrecida y extrañada por la puesta. Si los personajes callan, el director habla a través de sus imágenes, que presagian oscuridades por venir y que ya están manifestándose, cada vez de maneras más evidentes.
Alfredo Castro, en el rol de un investigador llamado Sinclair, le da a ROJO aún más una estructura de película de género. Es, casi, un personaje de ficción dentro de la ficción, con su exagerada composición de “detective sabueso de televisión” (de hecho, eso es) que parece saberlo todo. A diferencia de Grandinetti, cuyo Claudio es de una contundente sequedad y contención –es, claramente, uno de los mejores trabajos de su carrera–, Sinclair no “hace que no sabe” lo que está pasando, sino todo lo contrario. En algún punto, es la otra cara de la misma moneda.
ROJO apuesta a investigar ese silencio de las clases medias de la época, un poco a la manera de LA MUJER SIN CABEZA, de Lucrecia Martel, aunque de manera más directa, observando esa forma en la que el ascenso de la dictadura se fue normalizando, ocultando, aceptando y hasta pidiendo por parte de buena parte de los argentinos. Los protagonistas principales de los conflictos de entonces (los militares, las agrupaciones guerrilleras, la Triple A) casi no aparecen ni se los nombra. Es el gran vacío sobre el que la película se construye, al igual que la casa que abre el relato: una construcción sostenida a partir de ausencias que no harían más que incrementarse con el correr de los años.
Más tradicional que su muy potente e igualmente política película previa, EL MOVIMIENTO, la nueva obra de Naishtat recupera cosas de su opera prima, HISTORIA DEL MIEDO, especialmente en la manera en la que inesperadas situaciones de violencia o absurdas chocan contra la aparente calma de personajes que prefieren creer que viven en lugares donde ese tipo de cosas no pasan. Seguridades y convicciones pueden destruirse de un momento a otro y Naishtat tiene la habilidad de generar impacto y tensión cuando estos quiebres se producen.
Pero, a diferencia de otros cineastas como Michael Haneke o similares, Naishtat no hace que el espectador se vuelva contra sus protagonistas, ni los transforma en evidentes monstruos. Al contrario, trata (y en general logra) que nos identifiquemos con ellos, con su confusión, su temor y hasta entendamos sus decisiones, por más absurdas, peligrosas o equivocadas que sean. El silencio o la complicidad son características que no se manifiestan de manera evidente, sino que funcionan muchas veces por la negativa. Mirar para otro lado puede parecer una actitud pasiva, pero la historia nos deja claro que no lo es.