El procedimiento.
Comienzos tan contundentes como el del tercer opus de Benjamin Naishtat reproducen una de las coordenadas invisibles que nos confronta con películas a las que no se les puede regalar indiferencia. Claro que todo se supedita al público y al contexto donde se produce el fenómeno cinematográfico, pero la perturbación llega en leves dosis como ya ocurriera en la interesante opera prima Historias de miedo. Al director de El movimiento le seduce la confrontación con la mirada del público aunque con armas nobles, sin arrogancia desde lo discursivo.
Y la palabra “arrogancia” viene como anillo al dedo para transportarnos a la segunda secuencia de Rojo, en donde la tensión en pantalla es provocada por el cruce de dos personajes muy sintomáticos de lo que somos: el prepotente que pretende entrar a un restaurante y ocupar un espacio ya utilizado por otro que hace gala de su arrogancia cuando el enfrentamiento de violencia verbal desata algo más que una discusión o intercambio de pareceres sobre las reglas de la convivencia en un espacio público. En esa pequeña trifulca, se sintetiza el síntoma porque la enfermedad ya está presente en cada uno de esos comensales, en la complicidad de miradas y en la habitual hipocresía de la pre y post dictadura argentina.
Entonces, al lograr la tensión y llevar al relato hacia los oscuros terrenos de la historia más reciente como una suerte de reflejo deteriorado del pasado con miras al futuro, el pequeño universo de un pueblo chico provincial en la antesala del golpe del ’76 nos sumerge en los abismos generados por la complicidad de ese parasitario “no te metás”.
El rojo y su polisemia vivifican muchas lecturas sobre el pasado de la dictadura y el rol de la sociedad, no solamente de los poderosos de turno o las grandes instituciones incapaces de intervenir sin perder privilegios.
Se sabe de los riesgos que se corren cuando se intenta abarcar demasiado apelando siempre a los recursos cinematográficos y a la poética del autor pero si la idea suma la mixtura de géneros como en este caso el policial, el thriller y hasta el western, se llega a buenas películas como ocurre con El ángel, de Luis Ortega por citar un caso reciente.
Darío Grandinetti se luce en su papel de abogado cargado de ambición y culpa, Andrea Frigerio aporta otro personaje contenido e intenso a la vez y Diego Cremonesi acierta nuevamente en la elección de un personaje fugaz que quedará en la memoria como aquel que le tocara en el film Kriptonita.