EL COLOR DEL VACÍO
En los momentos donde se asienta mayormente en el poder de las imágenes o lo que puede generar ciertos sonidos, Rojo consigue ser una película medianamente interesante. Para nada original, definitivamente subrayada en su construcción, pero aún así interesante y hasta potente. Por ejemplo, en el arranque con el plano general y fijo de una casa que va siendo vaciada por distintas personas con total desparpajo, aprovechando que sus dueños están ausentes, que funciona como símbolo un tanto obvio pero efectivo de las complicidades, aprovechamientos y silencios de la sociedad argentina durante los setenta, cuando la violencia política iba escalando.
El problema de Rojo es su necesidad constante de mandar mensajes, de enunciar discursos no solo desde el habla sino también desde la imagen, la banda sonora y la recurrencia a las metáforas. Y lo cierto es que cuando habla, cuando quiere decir algo, exhibe un nivel de trazo grueso y griterío lingüístico que haría sonrojar a Roberto Navarro. Eso ya puede verse en la segunda escena, que transcurre en un restaurante y arranca jugando con la tensión y la incomodidad, para ir progresivamente cayendo en el ridículo a partir de los discursos altisonantes. Y lo mismo va sucediendo en la mayoría de las secuencias de la película, que toma como punto de partida la historia de un abogado (Darío Grandinetti) que tiene una vida tranquila en un apacible pueblo del Interior en los días previos al golpe de Estado del 76, hasta que una serie de sucesos lo van metiendo en una espiral de violencia y ocultamiento.
En verdad, a Rojo no le importa tanto la historia de ese abogado y las distintas trampas que lo rodean o él mismo construye, sino construir una acumulación de viñetas –mínimamente conectadas- sobre los setentas en la Argentina y su entramado de violencia, ocultamiento, abuso, trampas y un largo etcétera que conectaban a la institución militar con los sectores civiles. El puente utilizado es la estética audiovisual del cine argentino de los setenta/ochenta (lo cual incluye a Grandinetti como vehículo identificatorio), pero pasada por el filtro técnico del nuevo milenio, las tonalidades y ritmos del cine festivalero, y algo de la mirada política muy propia de los sectores pretendidamente progresistas. El resultado es de una simplificación alarmante, donde se sacan todas las conclusiones facilistas y el distanciamiento elegido –desde lo temporal y estético- corta todo tipo de empatía y lleva a que todo el film sea un mero mecanismo de contemplación de una otredad cómodamente lejana.
Lo llamativo de la operación que hace el realizador Benjamín Naishtat es que se pretende compleja y disruptiva, pero en su esencia es claramente lineal y superficial, repleta de redundancias y arbitrariedades. Rojo es también una muestra del callejón sin salida en que se encuentra buena parte del cine argentino, desde la producción pero también desde la interpretación: no solo porque ya hay una notoria incapacidad en muchos cineastas para generar nuevos discursos sobre una época a la cual se recurre constantemente desde los estereotipos y esquematismos ya ampliamente transitados, sino también porque desde la crítica y los espectadores se avala cualquier construcción discursiva desde lo temático y contenidista, sin analizar cómo juegan las formas y modalidades, eludiendo toda chance de cuestionamiento. El vacío y la demagogia de Rojo, su ausencia total de riesgo, su repetición de un par de ideas obvias (y que conducen a un inevitable aburrimiento, donde se anula toda oportunidad de tensión), no son una simple casualidad: es la certificación de un proceso de muchos años que ha conducido a un total agotamiento de una vertiente del cine nacional, que necesita de una urgente revisión y reconfiguración. El problema es que esa vacuidad continúa recibiendo una catarata de aplausos.