Roma, para quien escribe, era una de las promesas cinematográficas del año. Alfonso Cuarón, pudiendo hacer cualquier cosa luego del éxito de Gravedad (2013) elegía filmar de nuevo (lo cual ya era motivo de júbilo) con una historia íntima, personal, volviendo a su México natal y con una propuesta que lucía muy rupturista en comparación con el resto de su filmografía previa. Tratándose de un director que había logrado, desde un origen no angloparlante, inyectarle su impronta e impacto emotivo a franquicias gigantescas (convirtiendo a Harry Potter and the Prisoner of Azkaban en la mejor de la saga) sin dejar de entregar un producto acorde a las exigencias de los grandes estudios, las expectativas estaban altas. No pocos logran moverse con soltura entre la autoría y lo popular, y Cuarón lo hace sin esfuerzo. Un director con tanta solvencia para contar historias no podía más que brillar en una película armada a su medida. Sin embargo, cuando Roma termina con una dedicatoria a Libo (según he leído, la empleada doméstica familiar en cuya vida se inspira la película), queda clara una cosa: que lo más honesto que Cuarón podría haber hecho es dedicársela a sí mismo.
Si hay algo para asegurar, sobre las muchas cosas que esta película prometía, es que sí supone una ruptura decidida, en términos de puesta en escena, con respecto a la inmediatamente anterior; para ser exactos, opuesta. Si en Gravedad predominaban los acercamientos a primeros planos, los giros de la cámara y el steadycam, justificados y a tono con la idea de flotación que el espacio exterior proponía, Roma es una película fuertemente asentada en la tierra, en la imposibilidad de escapar de ella: al menos, para cierta clase social y cierto género. El paneo es un movimiento de cámara recurrente para mostrar, en planos de extensa duración situados a gran distancia de los personajes, el movimiento interno de la casa de una familia burguesa asentada en la colonia del título. Esto le confiere a la película una fuerte vocación descriptiva y le provee un tempo único, contemplativo, a tono con el fuerte detallismo de sus decorados. Todo en Roma es exquisito, de acuerdo con el grado de virtuosismo esperable de un director en la cima de sus capacidades. Lo que resulta llamativo es cómo Cuarón, que pudo desplegar en su película anterior una puesta tan imbricada con la pequeña situación que estaba contando, acá empantana con adornos lo que podría haber sido una película de una sencillez admirable. En términos de escala, Gravity cuenta, para su gran beneficio, una situación pequeñísima en comparación con las ambiciones de, por ejemplo, Interstelar; Roma, otro tanto, pero la manera en la que Cuarón la encara es la opuesta. He leído por ahí que Roma no tiene historia. Yo diría que sí la tiene, pero que Cuarón hace todo lo posible para no contar nada con ella. El resultado es una especie de vacío, una apatía que pasa por sobriedad pero que todo el tiempo hace gala de una impostación “artística” exasperante. Es una lástima que Cuarón haya creído que esta película caprichosa y esteticista era lo mejor que podía hacer fuera de los mandatos de Hollywood.
En Roma se despliegan varias cuestiones: la primera, que eventualmente resulta ser la línea principal, es la del embarazo de Cleo (Yalitza Aparicio, una presencia cinematográfica increíble y acaso la mejor razón para ver esta película), de un amante ridículo y cobarde aficionado a las artes marciales (cuyo entrenamiento ofrece una secuencia casi felliniana, muy divertida y despiadadamente accesoria, como muchos de los adornos que abarrotan el metraje); la otra es una disección de las relaciones de poder y de clase que, pretendiendo huir de los esquematismos, termina en un limbo de tibieza y ambivalencia; la tercera, en fuerte vínculo con la línea principal, es sobre la soledad de la mujer en ese México setentista: una soledad y un desamparo que trasciende las clases sociales y las conmina a una ardua vida de puro deber. En este sentido, la escena más comentada de la película -que sin dar más detalles diré que establece una audaz reescritura de la escena climática de Children of Men (2006) del propio Cuarón- resultó, en mi caso, bienvenida y agradecida. Al fin, el director larga su impostación y se pone en riesgo, en una secuencia que empuja los límites del cómo y el qué se puede mostrar en el cine, alcanzando una claridad conceptual que llega tarde, porque todo el tedio previo no puede ser deshecho con solo una gran escena.
En primera instancia, uno podría elogiar la puesta en escena y razonar que una diferenciación tan fuerte del resto de su filmografía previa estaría a tono con el relato. La verdad es que no: en esa distancia que adopta la cámara con respecto a los personajes resulta muy difícil vincularse emocionalmente con ninguno por fuera de esa mirada descriptiva que la cámara impone. Roma siempre está más pendiente de sus unidades constitutivas que del total, construida de tal manera que lo único que nos vincula con ella es la admiración de la perfección estética alcanzada en cada plano por su realizador. Es una película en la que todo el tiempo la mirada del director se coloca en primer lugar y llama la atención sobre sí misma, en lo que para él debió ser una emocionante, detallista y curiosa recreación de su infancia desde la adultez. La pregunta es: ¿qué hay de interesante en el mero hecho de haber logrado una reconstrucción tan vívida y sensorial de un tiempo particular? ¿Qué es lo que quiere hacer con eso? Luego de dos horas y cuarto de duración (por momentos, insufribles) queda claro que, pese a que Roma ofrece no pocas oportunidades para la emoción, a Cuarón le basta con conseguir nuestra admiración. En fin, ojalá no se tome tanto tiempo la próxima vez: entre película y película, y dentro de ellas, para contar algo que valga la pena de una manera en que sus capacidades no avasallen al resto.