Roma: El hogar y el mundo
Dos de las secuencias centrales de Roma transcurren en un cine; o, mejor, cuando los personajes, Cleo (Yalitza Aparicio) y sus acompañantes, van al cine. En un caso los vemos en el interior de la sala, en el otro, en el exterior. En las dos ocasiones se ponen de manifiesto situaciones que han de desencadenar el melodrama, situaciones que son muy características del melodrama o de su derivación más popular, el folletín romántico y la telenovela. En la primera escena, Cleo y su novio Fermín están en una gran sala, el Metropolitan, viendo una producción bélica francesa, La fuga fantástica (La grande vadrouille), de Gérard Oury, momento que aprovecha Cleo para confesar que no le “ha llegado el mes”. Fermín se lo toma con mucha tranquilidad, demasiada. Aunque la película está terminando, dice que tiene que ir al baño. Nunca volverá. Cleo sale del cine sabiendo que el padre de su hijo se ha esfumado.
En la segunda escena, Cleo acompaña al hijo mayor, Toño, y a un amigo a un cine cercano, Las Américas, y, en el revuelo que se produce a la entrada, descubre que el padre de la familia, Antonio, presuntamente en Canadá, en realidad está en México con otra mujer. También lo reconoce el amigo de Toño, por más que este lo niegue y le parezca imposible. En el cine de proyecta una película sobre astronautas, Atrapados en el espacio (Marooned), de John Sturges, en lo que parece un guiño a Gravity. Aquí Cleo es una simple testigo y conocedora en primera mano del drama que vive la Sra. Sofía (Marina de Tavira). Las dos secuencias ambientadas en el cine unen a las dos mujeres protagonistas, la nana y su señora, cada una con su drama particular.
El de Sofía, que su marido la haya abandonado de facto, aunque toda la familia piense, o quiera creer, que está en Canadá llevando a cabo una investigación que se ha prolongado varios meses, incluso más allá de las navidades, nos llega siempre con indicios parciales, una conversación entrecortada, una llamada telefónica de la que solo escuchamos ecos, hasta que por fin Cleo puede corroborarlo visualmente. El drama de Sofía y de toda la familia por extensión es el trasfondo que enmarca el de Cleo, la protagonista absoluta, el personaje a través del cual somos testigos de esta historia. Uno y otro se retroalimentan y refuerzan los lazos entre las dos mujeres.
Como decía, son materiales propios del melodrama más primario, materiales en ocasiones de derribo, y quizás este sea el gran acierto de Alfonso Cuarón, servirse de elementos populares para elaborar un gran fresco sobre el México de 1970-71, el México de la resaca post-Olimpiadas y post-Mundial de Fútbol, también de la matanza de Tlatelolco, que en Roma sigue resonando con una suerte de réplica. Su referente no parece otro que David Lean, tal es la ambición y grandilocuencia con la que Cuarón cuenta esta historia que, se nos ha dicho, parte de sus recuerdos personales de infancia (nacido en 1961, Cuarón bien podría ser el Toño de la película).
Este sería el aspecto más singular de Roma. Cuarón no filma el desierto, sino que reconstruye el México de aquellos años, la colonia Roma. Ahí tenemos los grandes cines y el ambiente de las calles que los rodeaban, en franco contraste con el interior de la casa familiar, muy espaciosa y el territorio que domina Cleo, por eso mismo, muchas veces, un espacio vacío. Así se inicia la película, en una casa que solo ocupan Cleo y la otra criada, hasta que poco a poco van llegando los miembros de la familia, los cuatro hijos, la abuela, Sofía y, al final de la jornada, el padre, sobre el que pronto se nos dice que en unos días marchará a un congreso en Canadá. Y así será, lo veremos marchar y poco más, fuera de la escena del cine Las Américas. Antonio será una mera ausencia, alguien del que se habla y del que solo tenemos referencias indirectas, también cuando su relación con Sofía se rompe definitivamente: en la práctica su única huella es el desorden que deja en la casa al llevarse sus estanterías aprovechando un viaje de la familia.
Cuarón filma la casa con grandes panorámicas circulares, posicionando la cámara en el lugar que ocupa Cleo en el hogar familiar, una posición central pero al mismo tiempo discreta y distante. Los ruidos del convulso México de la época podrían llegarnos como un eco, sin que la película saliese en ningún momento al exterior. El comienzo y el final de la película parecen coquetear con esa idea: el avión que surca el cielo y que, al principio, se refleja en el suelo mojado y, luego ya al final, vemos entre los edificios que circundan la casa. Pero Cuarón opta desde el primer momento por salir al exterior, por acompañar a Cleo, tanto en sus salidas con la familia, con Fermín o en solitario. De hecho, el tema del embarazo de Cleo es un asunto que se desarrolla casi siempre fuera del espacio familiar y con el que Cuarón compone algunos de los grandes frescos de la película, desde aquella escena del cine Metropolitan al momento en el que Cleo va a buscar a Fermín fuera de la ciudad a un gran campo en el que cientos de jóvenes ensayan rituales de artes marciales.
Si Cuarón se sirve en todo momento de la gran profundidad de campo que le posibilita el filmar su película en 65mm, el mayor partido se lo saca, claro está, en las grandes escenas en exteriores, tanto las de la hacienda de los De la Bárcena, como en este espacio en el que se ejercitan -pronto lo sabremos- fuerzas paramilitares. La cámara de Cuarón potencia las dimensiones del espacio, privilegiando los planos generales. Ante nuestros ojos emerge todo un mundo que no precisa ser sugerido y en el que confluyen, como si se tratase de un cuadro renacentista, la historia individual y la colectiva. Toda la planificación está al servicio de esa grandilocuencia y ambición sin límites en la que la cámara, como la de Gravity, parece tener una autonomía plena. Que atienda en primer lugar a la historia de Cleo parece algo meramente circunstancial. En pantalla bien podrían estar sucediendo cientos de historias, tal es el detallismo que el formato propicia.
El siguiente reencuentro de Cleo con Fermín es mucho más inesperado y es el momento de mayor virtuosismo de la película. Cleo ha ido con la abuela, la Sra. Teresa, a una tienda de muebles a comprar una cuna. En la zona se suceden las manifestaciones estudiantiles y estas, lo que en un primer momento bien pudiera parecer un mero elemento ambiental, acaban por provocar un giro dramático en la historia. Oímos gritos y disparos y la cámara nos muestra a través de los ventanales de la tienda lo que está sucediendo en la calle, las carreras de los manifestantes y personas armadas con barrotes metálicos que los persiguen. La cámara gira por los ventanales a los que se asoman Teresa y Cleo para ver qué sucede abajo en la calle cuando los gritos llegan hasta la misma tienda. Unos estudiantes se refugian en ella huyendo de unos hombres armados. Uno de ellos resulta ser el mismo Fermín que, con una pistola en la mano, apunta a los clientes, a la misma Cleo (su mano empuñando el revólver en primer plano, al fondo otros paramilitares disparan a un estudiante), hasta que al verse reconocido y reclamado por sus compañeros huye con ellos.
Roma se compone de grandes set-pieces de este estilo, profundamente detallistas, en las que el tiempo parece detenerse. Sin embargo los meses pasan y los cambios en la familia se intuyen detrás de grandes elipsis. El embarazo de Cleo ha progresado hasta el punto de que en la mueblería rompe aguas y ha de ser llevada al hospital. La ciudad es toda ella un monumental atasco, pero, aún cuando somos conscientes de la urgencia, Cuarón no se recrea en este suspense. De repente ya estamos en el hospital y Cleo es subida al paritorio. Ahí se desarrolla lo que de verdad importa al cineasta, algo que Cuarón muestra con toda la crudeza, sin escudarse detrás de ninguna elipsis ni subterfugio metafórico: el parto, la niña que nace muerta pese a los esfuerzos por reanimarla y cuyo cuerpo Cleo agarra con todas sus fuerzas. Estamos en el territorio del melodrama, recuerden, y Cuarón no quiere hurtarnos ese momento que representa de algún modo la culminación de la tragedia. ¿Es un momento lacrimógeno? No lo creo. En toda la película, tanto en su estructura como en su puesta en escena, parece prevalecer una distancia con sus personajes, apenas piezas de un gigantesco y virtuoso mecano que el espectador contempla con más asombro que empatía emocional.
Sucede lo mismo en la secuencia climática de la película, la de la playa, que Cuarón filma en un solo plano. Dos de los niños, Paco y Sofi se quedan bañándose en la orilla, mientras Cleo se retira junto al pequeño de los hermanos. Desde allí ve cómo los otros dos niños se están adentrando cada vez más en el mar. Los ve ella, no nosotros, pues la cámara está con Cleo y son sus llamadas, su mirada hacia el océano y su caminar en dirección al mar los que nos alertan de lo que está sucediendo. El movimiento de la cámara es siempre lateral, primero hacia la playa y ahora, sin corte alguno, de nuevo hacia el mar, en paralelo a los movimientos de Cleo. Que no haya montaje, que no veamos a los niños, implica que Cuarón, de nuevo, renuncia a crear el suspense del modo más tradicional. El suspense, la tensión que genera la acción, deriva más bien de nuestro conocimiento de que Cleo no sabe nadar.
Aún así se adentra con decisión en el mar, sorteando las olas y en su avance rescata primero a Paco y después a Sofi, para volver con ellos hasta la orilla, siempre en el mismo plano, ahora en dirección inversa, de nuevo hacia tierra firme. Si había alguna duda de que Roma era la historia de Cleo, muy por encima de la de Sofía y su familia, esta escena la disipa. Hasta el punto de que, con esa renuncia al suspense, a Cuarón podría incluso reprochársele que se desentienda de la vida de los dos niños. Cleo acaba de perder a su bebé, pero no creo que deba entenderse esta escena desde una perspectiva metafórica (Cleo salvando a los hijos de otra mujer, que en buena medida son también sus hijos). Tampoco como un momento de superación personal ni mucho menos de redención. Al contrario, el de Cleo es un gesto sacrificial y el propio movimiento de cámara, que parece impulsar a la joven, se diría que emana de algún poder sobrenatural, como si Cuarón estuviese escenificando un milagro.
Combinando lo íntimo con lo colectivo, Cuarón reconstruye el mundo de su infancia, no tanto a la medida de su memoria como a la de su cámara. Hay algo de narcisismo en este gesto, tan arriesgado como insólito, que, en cierto modo, y pese a lo que pueda parecer, relega a los personajes a un segundo plano, supeditándolos a la propuesta formal. En los tiempos de Netflix (sic), los guionistas y los showrunners, aún con sus dudas, ambigüedades y contradicciones, hay mucho que celebrar en una película concebida desde la puesta en escena.