Baldosas y fanfarria que desafina
Distinguida en el Festival de Venecia y otros certámenes, el más reciente film del director mexicano conjuga recuerdos de infancia y hechos traumáticos con el cariño puesto en una mujer a la que dedica el film.
El inicio y el desenlace de Roma poseen, respectivamente, ángulos de cámara a la manera de un plano y contraplano. En el plano que abre el film ocupan el encuadre las baldosas del patio y el agua jabonosa que lo lava. Sobre el agua, el reflejo de la ventana; tras ella, el avión. En el desenlace, el encuadre cobra vuelo -ahora en contrapicado-, con la escalera que conduce a la terraza, sobre ésta: otro avión. En ambos, es Cleo quien protagoniza. Es en ella y su hacer doméstico donde la cámara de Alfonso Cuarón descansa. Entre ambos planos, el ascenso hacia un más allá que comienza en ningún otro lado más que bien acá. A Cleo (a Libo: mujer que trabajara en la casa de Cuarón cuando niño) está dedicado este recuerdo en forma de nube, o de cine.
La emotividad que desprende Roma hace de ésta, tal vez, la mejor película de su director. Rasgo sensible que nunca se sobrepone al relato ni a sus recursos, sino que se desprende de su sabio uso. La narración surge de manera magistral. Y el afecto que la película verdaderamente siente es su consecuencia. Contagiarse de este sentir no es nada difícil. Cuarón está, afortunadamente, bien lejos del ardid técnico supuesto por la sobrevalorada Gravedad.
Mientras en aquella película, Sandra Bullock orbitaba el espacio perdida en sí misma para luego volver a la Tierra (y a un renacer válido como parábola de autoayuda); en Roma es otra mujer, Yalitza Aparicio (Cleo), quien sobrevuela de mismo modo pero con los pies en la tierra, nacida en el margen de la gran ciudad, dedicada con esmero a la tarea que le supone cuidar de la casa y los hijos de la señora Sofía (Marina de Tavira). El director ha señalado la impronta autobiográfica de Roma, situada en los comienzos de los años '70, en un México que abre la década entre fanfarrias militares que desentonan, griterío callejero, revueltas y escisión social.
"Roma" es la mejor película de Alfonso Cuarón.
La fisura que la sociedad vive la exhiben también el hogar y la familia, cuyos gestos se traducen en órdenes, castigos y recompensas. La separación de los doctores de la casa -matrimonio con cuatro hijos y abuela- tiene su correlato en los sucesos que vive la propia Cleo, paredes adentro y afuera, dividida entre su lugar social y los gestos de afecto y desdén que le prodigan. Evidentemente, Cuarón es alguien consciente de su origen social, al que examina con la meditación a la que el cine obliga, mientras hilvana una película de cariño hacia esa mujer entregada a una tarea para la cual no ahorra afecto, palabras de ayuda, o la vida misma (tal como de manera explícita el film sabrá señalar).
Es por esto que Roma constituye una mirada que, por indagar en la historia propia, no hace otra cosa más que referir sobre los avatares de ese país que se llama México, y a la par de ese otro país que se llama Estados Unidos. El propio Cuarón es expresión viva de este dilema, a partir de un cine repartido entre uno y otro lado de la frontera. Un dilema, hay que decir, que el mismo cine transgrede como expresión sanadora, porque el arte no conoce de fronteras. De todos modos, el contrapunto que el astronauta de la Nasa en Abandonados en el espacio (1969) ofrece con el colectivo terroso que transporta a Cleo al interior de México, no deja de provocar una resonancia de interés, que a su vez replica entre la película misma y el cine de Hollywood (rebote que devuelve sobre la ya citada Gravedad). Contraste que Cuarón logra al incorporar al cine dentro del cine, como indagación sígnica -eminentemente cinematográfica- que se sumerge para, así, encontrar imágenes que devuelvan una reflexión sobre lo que ha sido: vale destacar que en Roma el cine sobresale como una compañía para las familias todas, sean de la clase alta o la más humilde; algo que ya no sucede (¿acaso porque el cine mismo se ha vuelto un proyecto vencido?).
En virtud de esta indagación, Cuarón elige un episodio contundente y lo retrata de modo admirable: la espantosa masacre de Corpus Christi, la cual resuelve desde la copartipación de acciones visuales en el mismo plano. Escisión interna que manifiesta unidad. Es decir, México está partida, dividida, mientras conviven varias situaciones. Los estudiantes reclaman a la vez que otros persisten en su día de compras comerciales. De pronto, la muerte irrumpe y todo se fusiona y luego prosigue. El desenlace de esta secuencia es de lo más difícil que la película ofrece, porque deriva en la situación del parto y porque el desenlace es desolador.
Parto que está impreso en el cine del mexicano en tanto lugar de tránsito y promesa, como en la mesiánica Niños del hombre. Pero lo que Roma viene a presentar es bien distinto. Ahora bien, el agua -así como en ese film y en Gravedad- vendrá en rescate de los personajes como instancia renovadora, sanadora, tal vez como promesa de un después. Se ve que la religiosidad de Cuarón continúa como aspecto sustancial.
En otro orden, nada alejado de lo que se ha señalado, la habilidad técnica del film ofrece sintonía con lo que se persigue, de manera adecuada a la deriva anímica de los propios intérpretes, cuya actuación les lleva a componer realmente los cambios anímicos ante cámara. Es decir, Roma privilegia el plano-secuencia -recurso habitual en el cine del director-, pero no como ardid técnico sino como ubicación espacial que procura recuperar ese espacio y tiempo perdidos, que sólo persisten en la memoria. Al no cortar la toma, lo que se observa es la sucesión real de fachadas, negocios, calles y cuadras; en fin, la vida misma. La ausencia de montaje permite, así, que el dolor o la alegría se inscriban de manera conjunta en lo que se ve, mientras la cámara acompaña con movimientos calmos.
Junto con ello, Roma ofrece un diseño sonoro que podría recordar al de la literatura de Carlos Fuentes. Una pluralidad de voces y sonidos se dibuja de manera citadina, hogareña y rural. La recreación de los contextos sonoros tiene en Roma uno de sus aspectos más fascinantes. Hay que apreciar cómo el film pretende envolver al espectador en ese recuerdo del pasado, para que contraste a su vez con cómo el silencio y los insectos dicen de otras maneras. Así como el tintineo del granizo sobre las ventanas. O el chisporroteo de un incendio voraz. También la tranquilidad de las cenizas al amanecer.
Cada una de estas imágenes, entonces, como un tapiz que es homenaje a esa mujer, gracias a la cual la película misma -sino el cine todo de su director- es posible.