Los primeros tramos de Roma, la nueva película de Alfonso Cuarón, son deslumbrantes. Una especie de hipnótica invitación al placer de mirar, del director y el espectador, en viaje por los rincones de un caserón de la colonia Roma, en el DF mexicano, siguiendo a Cleo (Yalitza Aparicio), la empleada que va y viene, ocupándose de todo. En blanco y negro, Cuarón panea su cámara y todo es descubrimiento y asombro: una terraza de colgar la ropa que se multiplica en las otras azoteas del barrio, con otras Cleo laboriosas; la entrada paulatina en la dinámica familiar y sus personajes, los chicos, los grandes; la meticulosa observación de las rutinas de Cleo, dulce nana indígena, de largo cabello oscuro, que duerme a cuatro niños con canciones y los despierta con cosquillas.Ciertamente, todo lo que uno sabe antes de ver Roma encaja en esta introducción preciosista. Que está hecha de materia autobiográfica, los recuerdos de infancia del director; que implica su regreso a filmar en su país después de más de quince años y dos premios Oscar; que la crítica está enamorada y tiene casi 100 por 100 de aprobación; que puede darle el primer Oscar a Netflix, que aquí la estrenará al menos en una sala, la de Malba, antes o durante la subida a la plataforma, el 14 de diciembre próximo.
Roma es como uno de esos novelones en los que uno se sumerge para atravesar historias contadas con la intensidad de los recuerdos, a lo largo de cientos de páginas, y de las que se sale un poco aturdido, quizá modificado. En su película acaso más personal, el director de Y tu mamá también, aplica su notable talento para la construcción de cada plano, de cada escena. Su magnética Cleo es la fuerza central, pero las rutinas de esta familia de la que ella forma parte van creciendo en densidad, porque las cosas entre los padres van mal y la confortable normalidad en la que crecen los niños parece resquebrajarse. También en dramatismo, cuando Cleo que quede embarazada y deba asumir, en su inocencia, todo lo que eso implica, con derivaciones que no hay que contar.El lirismo y la poética si se quiere minimalista del primer tramo de Roma se complejiza, entonces, en pos de un relato mucho más ambicioso. Tanto que por momentos parece perderla de vista, a Cleo, aún cuando siga estando en cada plano, y la apuesta, en plan neorrealismo mexicano, abarca cuestiones del entorno político y social, se permite paréntesis increíbles, como el de una sesión de yoga multitudinaria para luchadores marciales de una zona humilde, ubicando a su familia burguesa como parte de un mosaico o, más bien, de un fresco de ese México en bellísimo blanco y negro. Para Cuarón, menos no es más. Y su Roma transmite todo el tiempo la sensación de que el autor es tan capaz como orgulloso y decidido a mostrar su propia excelencia.
Roma es un artefacto audiovisual tan bello que perdura, aún cuando las ambiciones narrativas lleven a la película por caminos discutibles, en los que pierde su buen gusto y roza la truculencia gratuita, sobre todo en una secuencia de una pretensión y una intensidad desconcertantes. Una que reacomoda la película, así como ciertos episodios reajustan una vida, y nos deja definitivamente incómodos.
Tanto como su mirada, si se quiere, política. Porque su evocación amorosa y agradecida, la de un adulto hacia la figura que lo crió de niño, propone una imagen de familia que incorpora a su empleada permanente sin conflictos, pre lucha de clases. Por el contrario: cuando a Cleo le informan que su madre necesita ayuda y que está inundado el lugar donde vive, prefiere no ir. Elige quedarse con los suyos: con sus patrones. Junto a ellos, aunque recogiendo sus migas, ríe frente al televisor, y junto a ellos se va de vacaciones.
Entre sus homenajes cinéfilos y su mirada personal, Cuarón puede observar, con filo buñuelesco, a esa burguesía que parece conocer bien. De adultos peligrosos, que tiran al blanco mientras los niños juegan y están lejos cualquier modelo de conducta. Pero esa misma mirada carece de cualquier filo cuando se aplica a su protagonista, que no pertenece, como él, a la clase de los señoritos, aunque prefiera mantenerse lejos de sus orígenes. Para ella, Cuarón adopta esa mirada infantil, amorosa e integradora, que resuelve y borronea cualquier tensión de clase, dejando la realidad a un lado. Aunque el director ya no en chico y Roma, un film para grandes, con sus notables virtudes y sus molestos defectos.