Ganadora del León de Oro en el festival de Venecia, la película Roma se presenta como un relato autobiográfico de notable belleza poética. Estrenada en la plataforma de streaming Netflix (la cadena produjo exclusivamente este film) a nivel mundial, se espera su lanzamiento cinematográfico en salas selectas.
Cuarón posee un sello artístico ecléctico, cuya filmografía oscila entre la grandiosidad espacial de “Gravity”, la esencia latina hasta la médula como “Y tu mamá también” y la taquillera franquicia de “Harry Potter”. El director es cada uno de esos films y todos ellos en conjunto. Su estilo resulta, a simple vista, inclasificable. Dúctil como pocos, cuesta encasillar a un cineasta que se mueve como si fuera un eximio equilibrista entre el mainestrem industrial y la introspección más personal.
Cuarón apela a la memoria para construir la realidad a la que pertenece, concibiendo este film como un honesto homenaje a sus raíces y a su pueblo. De esta manera, celebra a las mujeres de su vida en Roma, un drama intimista como pocos. Se percibe en sutiles gestos, por ejemplo la inclusión de parte de los diálogos en el dialecto mixteco, las antiguas salas de cine o la inclusión de programas de TV de la época. A través de la óptica de vida en una familia de clase media, residente del barrio céntrico de la siempre vertiginosa Ciudad de México, el autor realiza un concienzudo estudio de clase reconstruyendo las piezas de sus afectos familiares de infancia.
Cuarón vuelve a recurrir al plano secuencia, ese registro en el que la cámara se mueve durante minutos sin corte como hiciera en el recordado mundo distópico de “Niños del Hombre”. Bajo esa perspectiva, el director abre el plano para captar la totalidad del espacio y brindar libertad a la mirada del espectador. Este elegirá con qué personaje quedarse. Por otra parte, perseguir un espectador activo es la meta del mexicano y la cámara (filmado completamente en soporte digital) es su instrumento a la hora de conmocionarnos. El film apela a momentos de notable lirismo como la escena del incendio, de una magnitud visual que parece pertenecer a otra película.
Preocupado por captar la imagen y los sonidos que remiten al pasado, Cuarón emprende una aventura que nos trae a la memoria la maravillosa magdalena proustiana. Acaso nuestra memoria emotiva no está hecha de recuerdos? Acaso la retina no es el perfecto dispositivo que guarda los recuerdos fotográficos de aquello que somos? Los recuerdos de niñez afloran para otorgar espesura emocional a una crónica urbana absolutamente subjetiva: Cuarón nos está hablando en primera persona e indagando en su pasado. Una mirada retrospectiva que funciona como catarsis y donde el carácter observacional llevado al extremismo nos familiariza con las últimas obras de Terrence Malick.
El trabajo documental de Cuaron remite a los primeros intentos cinematográficos. Ni más ni menos que documentar acontecimientos civiles, de dominio público. El cine nació con una exclusiva vocación documental y aquí Cuarón parece querer homenajear la esencia del séptimo arte. El director testimonia actividad en la calle, vendedores ambulantes y niños jugando se aprecian con una transparencia poética que nos acerca ese tiempo histórico con una fuerte impronta humanista. La excelente recreación de época (desde la vestimenta hasta los automóviles) constituye un auténtico viaje en el tiempo.
El barrio de clase media ‘Roma’ da título al filme. En el retrato que Cuarón hace de éste, la quintaesencia neorrealista asoma inconfundible: rodado en blanco y negro, El uso de tiempos muertos y con actores no profesionales, el film destila un naturalismo extremo. Con esa ausencia de colores, el realizador documenta la cotidianeidad. Bajo tal concepción, el blanco y negro bajo el cual grandes joyas del cine contemporáneo -como “El Artista”- fueron filmadas se constituye en los principios estéticos de esta singular carta de amor a un barrio natal.
El relato se preocupa por mencionar hechos históricos como el movimiento estudiantil y la mirada comprometida acerca de la vida de los marginados en un país tercermundista. Es por ello, que el film funciona efectivamente en dos frentes. Por un lado, buscando registrar un modo de vida de forma arqueológico como estudio de campo del momento social de un país. Por otro, un personalísimo bosquejo costumbrista sobre la rutina familiar de un grupo de clase media. Y como marco, la gigantesca ciudad. La impronta de una ciudad populosa, frenética, apasionada y febril es el hábitat perfecto para que el director cimente esta epopeya personal.
Cuarón dedicó la película a su propia abuela –Libo- en quien se inspira el fundamental personaje de Cleo, una sola mujer y todas ellas a la vez. En ella se resumen las mujeres de la colonia de Roma y por varios motivos termina siendo el eje central del relato, protagonista de una de las tantas historias que dan vida a una nación agitada en aquellos efervescentes años ’70 (por aquel entonces el director transitaba su infancia, ya que nació en 1961). Se percibe que la crisis personal que vive Cleo marcha en paralelo con un país en tensión constante, que su lucha se hace eco en otras mujeres y que, con este pretexto, el autor talla una escultura perfecta como mosaico social y político de un tiempo histórica, representación fiel de un México vibrante y convulso, que el director recrea con su mirada de adulto.
Los sinsabores de la vida rutinaria traslucen la nostalgia acerca de esas viejas anécdotas del pasado que conforman nuestra identidad y cuando una película habla sobre nosotros mismos, indefectiblemente nos escudriña en nuestro interior menos manifiesto. Forjando dichos recuerdos como fresco de vida, esa incomodidad nos lleva a pensar en quienes somos y que hacemos con nosotros, como sociedad e individualmente. ¡Vaya viaje sin escalas, desde el espacio sideral al vecindario de la niñez!