El realismo, pero entendido como la necesidad misma de reconstruir la realidad, y en este caso, el pasado, es central en Roma. Alfonso Cuarón nos ubica en ese barrio, de Ciudad de México, en un relato que es de extrema poesía y crudeza, a la vez, en un blanco y negro que le sienta impecable.
Estilísticamente, el director de Gravedad se juega por los planos abiertos, que puedan captar el espacio y en él, recortar a sus personajes. A contraposición de lo que era la TV en sus comienzos, y que se ha vuelto costumbre en el cine presente, donde se cree que sólo por la proximidad con el protagonista en un plano cerrado lo observaríamos mejor. Cuarón vuelve a apelar al plano secuencia, ese registro en el que la cámara se mueve durante minutos sin corte. Y no se pierde esa perspectiva, porque en ese recorte es en el que Cuarón mira a su propia infancia, a su familia.
Que es la que protagoniza Roma. Cuarón homenajea a las mujeres de su vida.
Volvemos, así, al realismo. Por momentos, Roma es un drama intimista. Por otros, muchos otros, un novelón mexicano, sí, de los ’70. O de antes.
Lo que se cuenta es la vida en una familia de clase media, en ese barrio céntrico de Ciudad de México. Se va desde lo personal, con las “nanas” moviéndose entre sus tareas y el cariño que se dispensan mutuamente con la madre de la familia, los hijos y la abuela.
El padre, ausente, que “se va de viaje”, marca uno de los mojones, los tópicos del filme, a partir del machismo.
Es que Roma es, también, un estudio de clases y de los afectos familiares.
La protagonista es Cleo (Yalitza Aparicio, excepcional), una de las “nanas” que cuida a los cuatro hijos de la patrona. Ella baldea -el tratamiento y la presencia del agua en esta película da para un tratado en sí mismo- el patio, levanta la caca de perro en el garaje donde a duras penas puede entrar el auto de la familia. A través de sus ojos se observa el todo: lo que pasa en la casa, en las calles, en el cine. Ella es la primera que advierte un incendio forestal, protagoniza una escena dramática muy íntima y también otra secuencia bellísima, potente en el mar.
Cuarón, que se ha hecho cargo de la fotografía, se preocupa y mucho por captar la imagen, pero también los sonidos del pasado. Por eso Roma es una película para disfrutar en cines -al cierre de esta edición se trabajaba para que el filme se exhibiera, aunque acotadamente, en algunas salas desde este jueves-. Para ver la actividad en la calle, pasar una banda militar, los vendedores ambulantes en la puerta de un cine, en un Cinemascope que la pantalla del smartphone no brinda en su esplendor. No da.
Sobria pese a su tono épico, el director de Y tu mamá también logra –lo ha logrado siempre- combinar el primer plano con el plano general, revelando desde el detalle, pero manteniéndolo a escala. El plano secuencia tiene, a la vez, esa oportunidad de hacernos sentir que lo que está sucediendo, pasa obviamente en tiempo real. Y lo hace con delicadeza, con poesía. Y ya sabemos lo que puede hacer a la hora de mostrar la violencia con lirismo. Allí, en el medio del caos, rescata la humanidad de los personajes, como en Hijos del hombre.
También para ese recorte histórico, que permite o hace más evidente aquello de los grandes filmes, que de lo personal van a lo general o histórico, está la matanza de las fuerzas paramilitares contra el movimiento estudiantil, en 1971. O la mirada de los marginados, y cómo les cuesta desarrollarse en un ámbito no precisamente propicio.
El director no hace regodeos de cámara, para que ésta pase desapercibida. Igual, se nota el trabajo casi arqueológico que ha realizado para pintar antes que representar las vivencias, el modo de vida.
No es un filme contemplativo, aunque sí refleje la cotidianeidad y la rutina de esa familia y de esa casa, con emoción genuina.