El desconcierto puede ser un efecto saludable en el cine. Sin embargo, no siempre es equivalente a un buen augurio. Los primeros minutos de Román, la ópera prima de Eduardo Meneghelli, son extraños. Uno se encuentra en ese terreno movedizo entre tomarse lo que ve en serio o en broma. Es más, ruega que la balanza se incline hacia la segunda opción. Pero no. Increíblemente, en vez de no temerle al ridículo y jugarse por el costado demencial de la historia, el director escoge el camino de la solemnidad, de la copia mal hecha y de un pastiche muy feo.
La supuesta seriedad la establece tempranamente el epígrafe utilizado con la frase de Mishima acerca de la imposibilidad de conocer los sentimientos más profundos del ser humano. Inmediatamente pasamos al interior de un patrullero donde dos policías dialogan lacónicamente. Uno de ellos es Román, el protagonista, una especie de Terminator musculoso que se presenta con sentencias tales como “para qué quiero hacer sociales”, “tengo todo lo que necesito” y cuyos movimientos parecen sacados de una mezcla entre Cobra y Robocop. El aspecto inverosímil del personaje que confiesa ser “un buen policía” y al que todos temen, no es más que un cartón pintado, un dibujo inserto en una oscura realidad ciudadana. Las pésimas actuaciones y los tonos anquilosados remiten a ese cine argentino parapolicial de los ochenta (encima Arnaldo André hace de comisario, en una de las decisiones más insólitas que se le pueda ocurrir a alguien, a menos que la película se hiciera cargo de su costado kitsch).
Román intenta sostener la utopía de un mundo donde los policías buenos imparten justicia como si fueran superhéroes. Semejante idea, lejos de concebirse en un marco de incorrección política, pretende instalarse con las acciones momificadas y los tonos impostados del personaje, ya sea evitando que se venda droga en el gimnasio al que acude o interviniendo ante una mafia evangélica a la que enfrenta para ayudar a un amigo. Encima, esta ideología parapolicial rancia (acorde a los tiempos en que vivimos), es acompañada de una estética en cada plano que pretende emular atmósferas lyncheanas de manera obscena, como si la inclusión de cortinas rojas, esculturas y golpes sonoros en determinadas secuencias legitimara un producto que no resiste demasiado análisis ni garantiza placer más allá de algún momento aislado.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant