Román

Crítica de Rolando Gallego - El Espectador Avezado

“Román” (2018) de Eduardo Meneghelli podría haber sido una gran película. El condicional ya habla de la imposibilidad de conseguirlo y de algunas decisiones, principalmente de elenco, que han cerrado esa oportunidad y cruzar el límite del verosímil a lugares nunca antes explorados.
El cine nacional ha reflejado en infinidad de oportunidades el trasfondo de la fuerza policial, una institución que buscó provecho de su investidura en toda ocasión que ha podido hacerlo. Esta mirada no es sólo local, tenemos en “The Simpsons” al jefe Górgory, hombre de buen corazón e intenciones pero que no puede con su gula y siempre, siempre, saca rédito de lo que sea.
En un capítulo precisamente de esa serie, Marge Simpson se transforma en una oficial efectiva, eficiente, honesta, quien deberá luchar no sólo con la misoginia imperante en la fuerza, sino, principalmente, con la impericia del resto de sus compañeros, que le pedirán un poco menos de trabajo, hasta que, renuncia.
El protagonista del film, Roman (Gabriel Peralta) es un oficial que en sus rutinas intenta ser un policía impoluto que cumple con sus funciones sin siquiera dejar caer un papel al piso y no levantarlo luego. Con su compañero (Nazareno Casero) enfrentan, en algunas oportunidades casos de violencia doméstica o de robo, a los que siempre Román intenta resolver dentro de las normas de la ley, y si no puede, deja de lado su uniforme e intenta hacer entrar en razón, como sea, a aquel que no quiere estar en el camino del “bien”.
Cuando se ve involucrado en un caso que lo expone ante sus superiores, y en paralelo intenta resolver una artimaña que la Iglesia Evangélica le ha realizado a su único amigo (Horacio Roca), comenzará un raid de venganza para recuperar aquello que está a punto de perder.
El principal inconveniente en “Román” es la inexpresividad y monotonía de Peralta para llevar adelante él solo el peso narrativo de la propuesta, un film que bucea en temas de agenda mediática, pero que elige quedarse con el trazo grueso de la bondad de su personaje central y su obsesión por desentrañar cuestiones que lo acechan en su cotidiano.
A saber, si va a un gimnasio, detecta venta de droga en él, o, por ejemplo, va a la Iglesia pero desentraña mecanismos para robarle a la gente en la misma.
Esa moral choca con la clandestinidad con la que maneja su relación con una joven (Aylin Prandi), casada con el pastor que maneja el templo (Carlos Portaluppi), y que contradice todos los preceptos iniciales con los que el guión construye a Román. A la brevedad del largometraje, se suman cuestiones técnicas, de encuadre, decisiones sobre los diálogos, que traccionan aún más aquellos problemas derivados de la interpretación central de Peralta.
Por eso el podría haber sido una gran producción en el comienzo de estas palabras, podría haber trabajado con un arco que posibilite la visión de la transformación de Román, podría haber elegido un tono menos naturalista para representar los conflictos, podría haberse optado por ensayar más antes de decir los parlamentos.
Pero como la historia ya está presentada, ya nada se puede hacer más que lamentar una nueva oportunidad perdida para hablar de una institución corrupta, que esconde debajo de la alfombra sus mentiras y que sigue construyendo con organizaciones, iglesias, entidades, cultos, etc… una red de complicidad y estafa, esa que tanto le molesta a Román, a pesar de sus contradicciones.
Una desafortunada propuesta. A destacar, Arnaldo André como nunca antes se lo ha visto.