Desear y jugar
La opera prima de Smirnoff es un estudio meticuloso sobre el deseo, y en este caso particular en clave femenina. Una mujer de 50 años, ama de casa, quien vive con su marido (dueño de un negocio del rubro automotor) y sus dos hijos ya adolescentes en el barrio de Temperley, descubre una pasión inesperada, a propósito de un regalo azaroso recibido en el día de su cumpleaños: un rompecabezas. Es naturalmente el disparador de una aptitud y un gusto sobre las simetrías y las formas ya desarrollados en sus quehaceres domésticos, pero ahora aplicados a una actividad no circunscripta al pragmatismo hogareño. Descifrar rompecabezas no sólo habrá de alterar la interacción y los juegos de poder dentro del microcosmos patriarcal en el que servir parece ser su lugar y rol en el mundo, sino también será una práctica de libertad y un método de esclarecimiento de su deseo.
La clarividencia de Smirnoff le permite no circunscribir la recuperación del deseo de su personaje a una figura narrativa repetida, más masculina que femenina, en donde la heroína vuelve a vivir en la medida que aparece otro hombre. Aquí no hay sustitución de un marido por un amante, cuyo posible lugar podría ser ocupado en el relato por un aristócrata fanático de los rompecabezas, un virtuoso del tema, quien María (María Onetto)conocerá por un aviso vinculado a su nuevo interés y se convertirá no sólo en su compañero de juego sino en su facilitador simbólico: lecturas recomendadas, turismo cultural, educación dietética. Ni adulterio, ni drama familiar, Rompecabezas es puro erotismo, si por ello entendemos cómo, en este caso, una mujer, una persona “desanimada” y abandonada recompone su legítimo derecho a desear.
Ver la paulatina transformación del personaje de Onetto es el discreto milagro material de Rompecabezas, aunque tanto Gabriel Goity como el marido y Arturo Goetz (uno de los grandes actores del cine vernáculo) como el partenaire de juegos, son dos compañeros dramáticos que facilitan el lucimiento de la actriz. Smirnoff, quien fue asistente de dirección de Lucrecia Martel, bien se la podría confundir como una fiel discípula: Rompecabezas, en efecto, ofrece lúcidos apuntes de clases, así como sus diálogos ostentan musicalidad y riqueza semántica. Como sucede con Martel, Smirnoff aborda un ethos, más no se focaliza en una parcela de la aristocracia decadente sino que presta atención a una clase media trabajadora y sus costumbres. Las diferencias se verifican en su concepción de puesta en escena: se privilegia (en demasía) los primeros planos; la música extradiegética suele duplicar los estados de ánimos de la protagonista; nada queda indeterminado, y menos aún, la elipsis es un eje de la narración. Lo esencial es visible a los ojos.
Por último, el distinguido plano final con el que cierra el film mientras empiezan a correr los créditos posee un tenue tono afirmativo, algo que el cine de Martel suele carecer. Es que Smirnoff no es un epígono de la salteña, sino otra talentosa directora que (junto a otras realizadoras como Murga, Solomonoff, Poliak, Chen), como su personaje, destituye amablemente la falocracia cinematográfica, una tradición tan nacional como foránea.