Rompecorazones

Crítica de Roger Koza - La Voz del Interior

El método de la seducción

“Nuestro objetivo: separarlas de su pareja. Nuestra meta: abrir los ojos. Nuestro método: la seducción”. Éste es el eslogan que se repite en dos ocasiones, al comienzo y al final, de la sociedad que Alex (Romain Duris), su hermana y su cuñado llevan adelante. Entre los tres deben conseguir que mujeres infelices dejen de estar con sus maridos o novios. Alex (un Don Juan políglota y camaleónico capaz de enamorar tanto a una japonesa sometida como a una corista evangélica) y sus socios tienen sus principios: jamás aceptan casos por cuestiones raciales y religiosas, y el límite es siempre el mismo: tan sólo seducir, pues basta un beso y algunas palabras clave para convencer al “cliente” de que la persona con la que comparte su vida es un cretino.

Quizá porque los costos de producción son elevados (cámaras ocultas, disfraces, viajes), la empresa no está muy lejos de la bancarrota. Además, Alex ha contraído una deuda importante con unos mafiosos y por eso una especie de Shrek serbio lo vigila.

Pero la gran oportunidad para el equipo viene de la mano de un hombre, no menos sospechoso en materia moral, que contrata al equipo para que Alex impida el inminente casamiento de su hija con un millonario inglés. Las razones nunca serán reveladas, pero la tarea no es sencilla: Alex tiene 10 días, y en este caso el mayor peligro visible para Juliette (Vanessa Paradis) es que su prometido británico pueda llegar a ser aburrido y sus suegros insoportables. Como puede adivinarse, el seductor habrá de enamorarse, pero los métodos empleados (hacerse pasar por un guardaespaldas y chofer) no serán los mejores para eventualmente iniciar una historia de amor.

El paso por la TV y la publicidad de Pascal Chaumeil es tan evidente como la idealización de la cultura popular estadounidense de los ‘80. No es un debut cinematográfico promisorio. Si Rompecorazones puede ser digerible se debe a sus dos intérpretes. Duris, un auténtico galán cinematográfico, no deja de probar distintos registros para su papel. Su esfuerzo es ostensible, como la química con Vanessa Paradis, una mujer cuya belleza heterodoxa desconoce las bondades de la ortodoncia.

Ocasionalmente divertida, a veces simpática y no del todo bien construida narrativamente, Rompecorazones , en sus mejores momentos, sugiere las limitaciones de una existencia confinada a la seducción, un principio, acaso una fuerza motriz, que no sólo organiza la dimensión erótica de nuestras vidas sino que atraviesa la mayoría de nuestras prácticas sociales. El predecible final feliz funciona como una impugnación discreta del hastío de posar todo el día en pos de cazar la mirada y el deseo de los otros.