Las mejores intenciones
En el comienzo, todo parece indicar que el universo de Manso Vital (Hugo Varela), es reducidísimo, con un entono de unos pocos amigos, una vecina que le cocina y su oficio de relojero, que ejerce desde su casa. Sólo hay un motor y podría decirse, la razón de esa vida gris, anónima, y es el deseo de poder adoptar un hijo. Un proyecto que primero tuvo con su esposa y que continúa solo, 12 años después de enviudar.
La burocracia con su lógica imperturbable y muchas veces absurda impide que el protagonista logre su cometido hasta que un día, en paralelo al anuncio de que padece una enfermedad terminal, Manso recibe a un niño de unos diez años (Conrado Valenzuela), que llega inesperadamente y en el peor momento.
Esa voluntad férrea que Manso había demostrado por más de una década, entonces se desmorona y da paso a la desesperación por ese niño desvalido que pronto se va a quedar sin su padre adoptivo. La distancia que empieza a poner en esa relación naciente, la decisión de devolver al chico y el aparato del Estado impasible ante el drama, se reflejan con minuciosidad, pero el abanico de registros que se despliegan durante la casi hora y media del film, hacen que nunca se llegue a una fluidez narrativa.
La alegoría sobre una Argentina trabada, incomprensible y en especial el tema de la adopción, en el relato de Maiocco (Sólo gente, Gracias por los servicios) se monta en la metáfora pesimista, con algunos elementos de sinsentido nacional tratados con un humor un tanto obsoleto, en una película inscripta en ese cine con algunas ideas interesantes que no llegan a encajar en la puesta.