Buena parte de Rosita transcurre en la zona norte del conurbano bonaerense, concretamente en la periferia de los barrios residenciales habitados por gente pudiente. El dato adelanta una característica fundamental de la nueva película de Verónica Chen: cierto juego con los límites.
En vez de meterse de lleno en un lugar (geográfico, temático), la realizadora porteña lo circunda con otro destino en mente. Esto sucede con el drama de las niñas secuestradas por un pariente varón: a contramano de lo que sugiere el trailer, la desaparición de Rosita constituye, no la trama central del film, sino un episodio –eso sí– clave y desestabilizador.
De igual manera Chen retrata a la verdadera protagonista de este largometraje, la joven mamá de la nena en cuestión. Cuando parece concentrarse en la condición de madre soltera, la también autora de Agua, Viaje sentimental, Mujer conejo se dirige hacia la condición de hija de un ex convicto.
Mientras cambia de lugares (geográficos, temáticos) la realizadora va y viene entre dos perspectivas narrativas: la de Lola y la de su progenitor. Rosita atrapa, no sólo porque coquetea con el suspenso que provoca la presunta comisión de un delito (o dos), sino porque invita a reconstruir la historia de la protagonista con su padre reaparecido.
Se sostiene bien este rompecabezas cinematográfico. Lo apuntalan un guion sólido, las actuaciones (en especial aquéllas de Sofía Brito y Marcos Montes), la musicalización de Juan Sorrentino.
Con Rosita, Chen desplaza el thriller policial y psicológico al terreno de los prejuicios sociales. La realizadora juega con los límites también de esta manera.