Rosita es una película sobre vínculos, un relato que pone arriba de la mesa la tensión de los lazos parentales y sus subyacencias. El filme presenta en su inicio un disparador eficaz: Lola, la protagonista de este relato es una joven madre de tres hijos que descubre una tarde algo perturbador: Omar, su padre, se ha llevado a su hija de paseo pero el regreso esperado no acontece y recién un día más tarde tendremos noticias de él y de la pequeña niña Rosita.
Ese hecho digamos objetivo, empuja al drama de la historia hacia el choque vincular porque durante esa ausencia sin explicación Lola ha elucubrado ideas amenazantes sobre lo que el padre podría llegar a hacer con su hija: venderla, abusar de ella, maltratarla, las más oscuras de las posibilidades se hacen sospecha en ella.
Padre – Hija se muestra como una relación de imposibilidades, desconfianza y desencuentro. Los niños y Lola viven con Omar, digamos en una suerte de orden o acuerdo de subsistencia, pero el pacto se quiebra cuando las sospechas que giran en torno a esa ausencia disruptiva tiñen todo lo que rodea a los personajes.
Hay cierta “trampa” narrativa a la hora de poder comprender de manera más tridimensional quién es realmente Omar y las caras que componen esa figura. Las cosas parecen una, pero el punto de vista propone la duda y la potencial resignificación de lo que creíamos era de una sola manera.
La mayor eficacia del filme no es tal vez el guion con todo su vuelo. En este relato pequeño e íntimo, el poder es el del encuadre, el de la síntesis sonora y visual que propone la directora a través del uso de sugestivos fuera de campo, de encuadres dinámicos y composiciones pensadas para potenciar el estado sensorial de cada escena. Chen elige a contrapelo alejarse cuando otros se acercarían y no mostrar cuando otros dejarían todo a la vista. La cámara siente lo que ve y eso no pasa desapercibido.
Por Victoria Leven
@LevenVictoria