EL RECUERDO DE VLADIMIR
Existe un acervo de relatos que quedaron de los procesos dictatoriales en América Latina a lo largo del siglo veinte. Algunos rozan el delirio y son propios de la brutalidad y la ignorancia de los gobiernos militares. La historia detrás de Roslik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas tiene que ver con ello y afectó al médico Vladimir Roslik, a su familia y a la localidad uruguaya de San Javier, donde residía una colonia rusa, sospechada y perseguida por su procedencia étnica y por la febril imaginación del gobierno de facto, capaz de asociarlos con actividades guerrilleras o comunistas. Detenido y encarcelado en 1980, cuatro años después, Roslik es capturado nuevamente y torturado hasta su muerte en un batallón de Fray Bentos.
Todo esto es narrado de manera discontinua a base de testimonios, secuencias animadas y segmentos de un presente en el cual se inaugura un hogar de ancianos en conmemoración de la última víctima del terrorismo de Estado. Madre e hijo aparecen, en sus diversos roles y en sus entornos cotidianos, como misioneros capaces de sostener en la memoria colectiva el recuerdo del padre. Y el acercamiento tiende a mostrar lo que quedó de esa comunidad, los restos de un espacio resignado a que la ley impida la condena de esos crímenes. Frente a eso, sólo resta la palabra y la memoria. Por eso la imagen que clausura la película es la de los niños jugando en el río, porque serán ellos quienes tomarán la posta, con esperanza, para que esto no vuelva a ocurrir, pero sólo si se conserva el recuerdo.
Hay un momento especialmente significativo en el documental y se da cuando en una mesa de café, amigos de Vladimir conversan sobre su persona y el desgraciado episodio que le tocó vivir. Uno de ellos refiere que nada expresa mejor la naturaleza de la dictadura que el gesto y la frase que pronuncia el médico cuando irrumpen en su casa por la noche. Se toma la cabeza y dice “otra vez”. El relato deja al menos dos ideas visibles. La primera confirma un defecto: el resultado desparejo del documental, en tanto y en cuanto, las historias son más interesantes que las imágenes. La segunda ratifica el contenido ético, el compromiso por buscar la mejor forma de llegar a la sensación de horror que atraviesa toda persona que sabe que de un momento a otro la pueden secuestrar. La frase de Roslik universaliza el sentimiento cotidiano ante la indefensión, la vulnerabilidad ante la inminente llegada de los asesinos. La misma que hubieran gritado tantas otras víctimas asaltadas y sacadas por la fuerza de sus casas durante la noche. Este momento escalofriante, fuera de campo, tiene más potencia que el resto de la película. Y es un gran hallazgo.