Los labios pintátelos vos
Cuando yo era chico, hace un tiempo demasiado largo, aterrizó en las pantallas argentinas una cosa nada parecida al amor llamada Alguien te está mirando. El aparato se presentaba como una muestra de “cine de terror argentino”, improbable aunque empeñosa categoría, cuyo estatuto de novedad hizo tal vez que por ese entonces se tendiera a pasar por alto la torpeza casi inenarrable de la que el producto de marras hacía gala, siempre con una soltura no del todo digna de mención. El esperpento, codirigido por Gustavo Cova y Horacio Maldonado, pretendía acaso inaugurar la estética de MTV en el cine vernáculo –como si algo semejante hiciera alguna falta, en aquel siglo lejano y en cualquier otro–, para lo cual usaba muchos actores televisivos malos, un guión que recuerdo retorcido y confuso, más el agregado de un par de músicos de rock en el papel de villanos (Michel Peyoronel y Stuka, en plan jocoso pero poco solvente), con la intención de amenizar un poco la velada y quizá para otorgarle al inconmovible adefesio algo que sonara vaporosamente a una ideología joven. Después de incursionar en el cine de animación con Boggie el aceitoso y Gaturro, dos personajes de larga popularidad que, aunque habría que verlo, parecieran en principio ubicarse uno en el extremo del otro en lo que a calidad se refiere –aunque se me ocurre que los dos comparten la ideología de derecha–, Gustavo Cova insiste con el género y elige esta vez el policial. La verdad es que Rouge amargo no deja lugar común por recorrer, sin que esto ni por un minuto redunde en gracia, fluidez o simpatía de ningún tipo que la película pueda usar a su favor, como a veces pasa cuando nos encontramos delante de uno de esos ejemplares frescos e imperfectos que trabajan el cliché con suficiencia y conocimiento emocionado de lo que se está haciendo. El director argentino parece tener una obsesión con la televisión de bajo vuelo, y en general la película luce como un telefilm no demasiado prolijo, cabalgando entre su dedicación a los actores como artífices únicos de todo rastro de emoción dramática –Emme interpreta a una prostituta y Luciano Cáceres a un ex convicto– y una puesta en escena donde abundan de tal modo los cortes abruptos que por momentos no se entiende nada de lo que está pasando. Los protagonistas son dos a quererse, un par de angelotes desgraciados que vienen a representar algo del orden de la piedad en medio del despelote de corrupción y violencia institucionalizada en el que se ven envueltos. El guión elefantiásico que poco aprieta revolea policías, políticos, travestis, asesinos profesionales, sexo distribuido en forma homeopática, y así por el estilo, todos en el mismo barro y bien manoseados. La película confirma algunas verdades de consenso acerca de la maldad en la que se desenvuelve el mundo que nos tocó en suerte, pero no acierta nunca a la hora de hacer con su enunciado un espectáculo más o menos estimable. No es Pecados capitales, digamos. Tampoco es, para no ir muy lejos, La plegaria del vidente, un ejemplo de noir argentino reciente que lograba arrancar algún que otro estremecimiento del espectador más o menos sensible. Lo verdaderamente malo es que Rouge amargo es demasiado solemne incluso para ser risible.