No quiero una novia pechugona
Zoe Kazan no porta un apellido que pase desapercibido para los amantes del Hollywood clásico. La actriz y autora de Ruby, la chica de mis sueños es ni más ni menos que nieta del legendario Elia Kazan (1909-2003), un auténtico prócer del cine y el teatro pero muy discutido luego de ceder a la presión ejercida por el Comité de Actividades Antiamericanas y delatar a ex compañeros del Partido Comunista durante los años del macarthismo (1950/1956) para poder seguir trabajando en el ambiente. Recordemos que al recibir el Oscar honorífico en 1999 parte del público –directores, actores, productores, etc.- se manifestó en contra de este premio. Kazan había sido uno de los creadores del Actor’s Studio (1947), había lanzado a Marlon Brando al estrellato en Un Tranvía llamado Deseo (1951) y era uno de los más distinguidos realizadores de su época tras rodar películas tan famosas como Viva Zapata! (1952), Nido de Ratas (1954), Al Este del Paraíso (1955) o Esplendor en la Hierba (1960). A posteriori su carrera se vería afectada por el fantasma del episodio ocurrido durante la caza de brujas volcándose de lleno a la literatura desde fines de los setenta. El hijo de Elia, Nicholas, no heredó el talento de su progenitor y se ha destacado básicamente como guionista siendo su título más recordado Mi Secreto me condena (Reversal of Fortune, 1990), de Barbet Schroeder. Con tan ilustres antecedentes en la familia, Zoe Kazan no tenía una misión sencilla al escribir su primer guión: la comparación con papá y el abuelo no tardaría en formularse. Para ser moderadamente buenos digamos que el desafío ha sido superado con dignidad. Ruby, la chica de mis sueños no es un trabajo brillante pero al menos desarrolla su historia correctamente y con ingenio suficiente para conformar a los adeptos al cine independiente (término genérico que cada día me gusta menos).
Ruby Sparks (Zoe K.) es el fruto de la imaginación del escritor veinteañero Calvin Weir-Fields (Paul Dano), quien se encuentra bloqueado e imposibilitado de continuar ejerciendo su oficio. Tras su debut sensacional en la ficción a los 19 años con una novela que la crítica consideró a la altura de El Guardián en el Centeno, de J. D. Salinger, Calvin apenas pudo finalizar un puñado de cuentos. Su editorial lo apura para que entregue material nuevo pero el solitario joven es incapaz siquiera de llenar una página. Para intentar ayudarlo su terapeuta, el Dr. Rosenthal (¡piedra libre para Elliott Gould!), le sugiere que se ponga a escribir sobre una chica que aparece en sus sueños. Calvin se obsesiona de a poco con su personaje, le inventa un nombre, un pasado, una psicología y un tipo físico muy específico (a diferencia de Horacio Fontova él no quiere una novia pechugona que sea maciza). Hasta que un buen día Ruby se materializa en su casa. Calvin diseñó a su mujer ideal y sabe Dios cómo –más allá de lo literario hay aquí algo de La Rosa Púrpura del Cairo y también de otros filmes, como por ejemplo Más extraño que la Ficción o Ciencia loca- ella se hizo presente para hacer realidad todos sus sueños. Para modificar o torcer cualquier atisbo de desencuentro entre ambos basta que Calvin redacte unas líneas con su máquina de escribir para que la situación se destrabe en su beneficio. Entre Ruby y una muñeca inflable hay diferencias pero de acuerdo a la manipulación a la que es sometida la chica, después de todo no parecen tantas. Por lo demás, el filme de los directores Jonathan Dayton y Valerie Faris (los de Pequeña Miss Sunshine) cuestiona con sentido común la naturaleza de las relaciones de pareja y llega a conclusiones bastante desalentadoras que lo serían todavía más de haberse mantenido menos permeables a las convenciones de la comedia romántica más tradicional. La historia, aún con sus reminiscencias a otras obras, remueve zonas oscuras de la psiquis humana que por ahí el espectador de a ratos olvida en favor del más trillado relato amoroso. Pero que siguen estando allí como trasfondo. Por eso hace tanto ruido ese falsamente tranquilizador epílogo donde todo pareciera empezar de nuevo. Claro que Calvin ya sabe que ni siquiera controlando las emociones de su novia a través de lo que le dicta al papel es capaz de mantener un vínculo sentimental sin arruinar las cosas. Un muchachito patético que no quiere estar solo pero que tampoco saber estar acompañado. Un caso de diván para toda la vida. El Dr. Rosenthal nunca pasará hambre con este paciente.
Zoe Kazan como actriz luce simpática, por momentos encantadora en un rol al que una especialista en personajes freaks como Zooey Deschanel (cuya madre Mary Jo Deschanel cumple un papel secundario) seguramente le hubiese brindado una cuota extra de desparpajo y locura. No obstante, Zoe está genial en algunas secuencias. Particularmente en aquella donde no puede despegarse de Calvin y lo acompaña colgada del cuello para todas partes. Paul Dano, novio de la actriz en la vida real, tiene sus puntos fuertes y débiles pero en general logra que la película funcione. En roles secundarios aprueba con creces Chris Messina como el hermano primero descreído y luego atónito de Calvin. Y por ahí andan también Annette Bening como la madre y Antonio Banderas como el padrastro del muchacho. La silla espantosa de madera que este último construye con sus propias manos y le regala al escritor suponemos que no implica ninguna alusión personal al nivel interpretativo del elenco. ¿O sí, Steve Coogan? Mejor lo dejamos ahí…