Una ensoñación que se vuelve carne
La nueva película de los realizadores de Pequeña Miss Sunshine es una atípica comedia romántica sobre un escritor solitario que descubre que la única convivencia posible entre un creador y su creatura puede darse en el terreno de lo imaginario.
Desde fines de los años ’90, la fascinación contemporánea por lo metalingüístico trajo por resultado una serie de películas cuyo tema era la creación. No ya la creación en términos religiosos o metafísicos, como en tiempos de El Golem o la propia Frankenstein, sino estrictamente artísticos y literarios. Además de constituirse en toda una especialidad del guionista Charlie Kaufman –de ¿Quieres ser John Malkovich? a Todas las vidas, mi vida, pasando por El ladrón de orquídeas–, la tendencia dio lugar a un film como Más extraño que la ficción y hasta a una variante argentina, Juntos para siempre, ópera prima de Pablo Solarz. Pero fue el cine de terror el que unos años antes había anticipado esa veta, con películas como Misery, Almuerzo desnudo y En la boca del miedo, donde la creación desembocaba, de modo fatal, en el delirio persecutorio. Por más que se presente bajo el ropaje de la comedia romántica indie, Ruby, la chica de mis sueños parece hecha de una materia muy semejante, con un escritor solitario que descubre que la única convivencia posible entre un creador y su creatura puede darse en el terreno de lo imaginario.
“¿Ni siquiera en sueños te acostás con una mina?”, le pregunta sorprendido su hermano a Calvin Weir-Fields (Paul Dano, el pastor mesiánico de Petróleo sangriento), cuando éste le cuenta sobre la chica con la que soñó la noche anterior. Novelista tal vez algo estereotípico, casi pisando los 30 años y después de una muy mala experiencia matrimonial, la única compañía de Calvin parecería ser su perrito Scotty. Al que en verdad tampoco le saca mucho el jugo. “¿Ni cuando sacás a pasear a Scotty te levantás a una mina?”, insiste el monotemático hermano Harry (Chris Messina). Diez años atrás, con su primera novela, Calvin saltó del anonimato a la consagración instantánea. Después de eso escribió algunos cuentos, y después... nada. En el presente de la película, su rutina diaria consiste en sentarse frente a la máquina de escribir (por algún motivo no usa compu), mirar la página en blanco del derecho y del revés, revolverse un buen rato en la silla, levantarse, dar vueltas por la casa y terminar llevando a Scotty a la plaza.
“Se llama Ruby Sparks”, inventa Calvin a su psicoanalista (Elliott Gould, un placer verlo), en referencia a la chica aquella de sus sueños. Para superar el bloqueo, el terapeuta le recomienda que escriba sobre ella. Obediente, con Ruby como protagonista, Calvin entra en un rush creativo digno de Calamaro, allá cuando paría El salmón. Con la particularidad de que una mañana una voz femenina le pregunta, desde la cocina, qué quiere para el desayuno. Es, claro, Ruby (Zoe Kazan), que por la familiaridad con la que se comporta da la impresión de vivir con él desde hace vaya a saber cuánto tiempo. Fábula sobre el ombliguismo de los escritores, escrita por la propia Kazan (nieta del célebre Elia y joven estrella del firmamento indie desde que protagonizó The Exploding Girl, lanzada aquí en DVD), lo que vuelve interesante a Ruby, la chica de mis sueños es el modo en que pasa de los más clásicos pasos de comedia (el terror inicial de Calvin ante la “materialización” de Ruby, sus intentos para verificar que la chica no es un sueño, una broma pesada o un delirio psicótico, el maratón de películas de zombis al que asisten en una de las primeras salidas) al drama de ribetes siniestros, con el protagonista “reescribiendo” a la chica, como quien reprograma a un robot.
Pero es también allí donde la fábula se vuelve un poco obvia y hasta didáctica, con una escena en la que el creador maneja a la creatura como el titiritero al títere, usando el teclado y el Word como piolines. Tampoco es que lo que la película dirigida por el matrimonio de Jonathan Dayton y Valerie Faris (realizadores de Pequeña Miss Sunshine) tiene para decir sobre el tema sea particularmente nuevo. Pero los momentos más jugados a la comedia funcionan, y cuando la cosa se pone más oscura toma al espectador por sorpresa. En el medio hay, en verdad, bastante relleno, con una love story espolvoreada con algo de sacarina y toda una subtrama en la que Annette Bening y el siempre pésimo Antonio Banderas tienen un aparte más o menos satírico sobre el neohippismo californiano, con toques de New Age. Un aparte que tal vez debió haber quedado aparte.