Ese loco loco amor
Tras el éxito sorpresivo de Pequeñas Miss Sunshine (éxito en los parámetros del cine no industrial), la pareja de Jonathan Dayton y Valerie Faris profundiza con Ruby, la chica de mis sueños -su segunda película- esa búsqueda formal que los distinguió en aquella ópera prima: un recorrido por los lugares comunes de ese subgénero conocido como cine indie norteamericano, pero ligeramente movido hacia un sentido más radical y menos autoindulgente. En Pequeña Miss Sunshine la utilización del poco “académico” tema Súper freak de Rick James obraba como una bienvenida distancia popular a tanta acidez estilizada. Y hay que reconocer que si bien Ruby, la chica de mis sueños es una película totalmente diferente de aquella, en su génesis existe la misma idea a desarrollar: trabajar en superficies reconocibles y fácilmente etiquetables, para ir descolocando progresivamente al espectador. En este film, ese descoloque tiene que ver con la el romanticismo “vulgar” para este tipo de propuestas que va incorporando la historia hasta tomarla completamente.
Los lugares comunes son varios acá. Hay lugares comunes narrativos: por empezar tenemos al autor paralizado ante la hoja en blanco (Paul Dano) y por otro, al personaje de la ficción que súbitamente se hace real (Zoe Kazan). Y hay lugares comunes que son meramente de tono y registro, para ubicar al espectador: la chica -Ruby- se viste, se ve, se oye, respira como la típica chica del cine indie; la banda sonora es lo suficientemente cool para el que busca este tipo de propuestas. A saber: el cine indie, que hace décadas fue una oportunidad y una salida real al desfasaje industrial, hoy es un producto más de la industria, que elabora estas propuestas más económicas y ha sabido crear un mercado, con sus actores, sus directores, sus colores y canciones. Todo es muy fetichista. Y ese espectador busca siempre lo “loco”, el recurso visual novedoso, la actuación que entiende dos tonos: lo lánguido o lo intenso. Por eso, el amor en las películas indie suele ser lavado, nunca pasional, siempre autoconsciente y autocontrolado. Y que en Ruby, la chica de mis sueños el amor comience a desbordarse, a volverse loco, a convertirse en un problema y a ser algo inmanejable para los personajes, es todo un acierto de la dupla Dayton-Faris.
Hay otro acierto del guión, y es poner el conflicto en el creador antes que en el creado. Como siempre ocurre en las películas que abordan personajes ficticios que cobran vida, incluyendo también a aquellas que hablan de inteligencia artificial (de Más extraños que la ficción a Blade Runner, de Inteligencia artificial a Terminator) las dudas se tornan existenciales para aquel que de repente toma conciencia de ser una creación. En Ruby… no. El conflictuado aquí es Calvin Weir-Fields, quien de repente empieza a sufrir por esa posibilidad de manipular al otro a gusto y piaccere. Esto pone la reflexión en dos sentidos: una lectura es sobre el arte y cómo el artista pierde necesariamente el control de la obra una vez que llega a la gente; pero la lectura que más me interesa es aquella que habla sobre el amor y sobre una idea del amor idealizado. Ruby, la chica de mis sueños se pregunta sobre si existe, si es posible, qué demanda y qué consecuencias trae la dependencia sentimental o la búsqueda de ese amor perfecto. Apelando a un humor lunático como en su anterior película y poniéndose dramática sin caer en sordideces, la dupla Dayton-Faris se anima a un film bastante oscuro y libre, más allá de un final complaciente e innecesario.