UNA PELÍCULA DEMASIADO RUIDOSA
En unos cuantos pasajes de Ruido, se puede intuir lo que podría haber sido una gran película. Pero el film de Natalia Beristain, coproducción entre México y Argentina, se deja llevar por una solemnidad discursiva pesada e invasiva, que obtura matices de reflexión más profundas y anula la mayor parte de sus hallazgos formales. Y eso la lleva a quedar reducida a interpelar a un público ya convencido de antemano.
El “ruido” del que habla Ruido es uno que invade literalmente a la protagonista desde lo sensorial, aunque eso también sea el puente para otros “ruidos” -estéticos, narrativos y temáticos- a los que apela el film. El relato sigue el derrotero de Julia (Julieta Egurrola), que busca a su hija desaparecida y, en esa odisea, se adentrará en numerosos ámbitos, cruzándose con una diversidad de personajes con sus propias historias de violencia. Ese recorrido incluirá fragmentos de la realidad, a partir de cómo buena parte de las personas que aparecen en pantalla cuentan o exponen sus propias historias. Esa especie de vía crucis de Julia termina funcionando más como excusa que como centro disparador para un retrato de todos los actores (desde víctimas a victimarios) involucrados en los actos violentos desatados por la guerra contra las drogas.
En la puesta en escena de Beristain hay una lucha constante entre la sutileza y la remarcación, que casi siempre es ganada por la segunda vertiente. Tanto desde las palabras como desde las acciones específicas y hasta la composición de los planos, hay una búsqueda de didactismo donde, más que narración, hay una exposición de hechos, tópicos y problemáticas. En la mayoría de su metraje, Ruido parece confundir una clase académica con el cine, por más que su trabajo con el movimiento de la cámara, el sonido y los colores sea técnicamente casi perfecto.
En cierto modo, este film recuerda un poco a Traffic, aquella película de Steven Soderbergh que hacía un recorrido cuasi expositivo de los mecanismos del narcotráfico y sus consecuencias. Allí también la voluntad mensajística, de la mano de una calculada fotografía, se imponía a las vivencias de los personajes. En Ruido sucede algo similar: Julia es más un instrumento para decir cosas “importantes” por parte de la realizadora que un ser de carne y hueso. Todo en ella -desde la gestualidad de Egurrola hasta cada línea de diálogo- es impostación y falta de ambigüedad, y eso se expande a ese mundo conflictivo y violento en el que se mueve. En su voluntad de no dejar dudas al espectador, Ruido termina cediendo a toda chance de decir algo realmente nuevo y, principalmente, potente. Por eso sus imágenes y eventos, que podrían estar cargadas de significados e interrogantes productivos, finalmente solo ofrecen respuestas superficiales.