Rumbo al mar, de Nacho Garassino, es el último trabajo artístico de Santiago Bal. Una road movie, clásica y prolija, acerca de cómo recobrar el tiempo perdido. La coprotagoniza, Federico Bal.
Un canto del cisne. El nuevo trabajo del realizador Nacho Garassino (El túnel de los huesos, Contrasangre), casi sin proponérselo, marca el final de una carrera. Dentro y fuera de la pantalla. Hay demasiadas coincidencias que unen a sus personajes con la realidad y es muy difícil, por momentos, encontrar esa fina línea ficcional. Pero Rumbo al mar, no es para nada un documental.
Garassino narra, a partir de un guión de Juan Faerman, el viaje de Julio, un jubilado que se entera de que le queda un último mes de vida. El sueño del protagonista (a quién Santiago Bal le impone una mezcla de carisma old age y humildad) es conocer el mar. Pero no quiere tomar un avión, un micro, o encontrar la vía más rápida. Desea cruzar el país en moto, junto a su hijo, Julián, con el que siempre tuvo una relación distante.
La premisa no pretende ser original. Padre e hijo se empiezan a conocer durante ese viaje, afirmando diferencias y similitudes. Como en toda road movie pasan diversos contratiempos. Algunos más efectivos y divertidos que otros, pero Garassino nunca traiciona al espectador y los personajes tampoco. A partir de un golpe bajo que sucede en la primera escena, el guionista y el director llevan la narración cuesta arriba, con algunos baches, pero sin descarrilar. El tono de la película, así como el fluido montaje, la correcta puesta en escena y las interpretaciones, apuestan por el clasicismo puro.
Aunque amaga con volverse sentimental, nunca llega hacia ese extremo. Por el contrario, evita todos los clisés del último acto de estas historias para apostar por el humor más puro, generando empatía y un disfrute inevitable. Uno desea que los antihéroes triunfen. Como una suerte de lectura contemporánea de El Quijote, pero sin los delirios del protagonista o el sarcasmo de Cervantes.
Hay lecciones, chistes antiguos y emociones genuinas, pero nunca una pretensión didáctica, más allá de aprovechar la vida hasta el último instante. Y esa moraleja, aunque es subrayada por la voz en off de Bal, por otro lado, transforma a Rumbo al mar en una obra inusualmente optimista.
Entre tantos productos llenos de ironía, crítica social y visiones oscuras del porvenir, que exista una película que, sin evitar la emoción del desenlace definitivo, exhiba el goce de vivir, termina siendo mucho más original, como concepto, que la mayoría de las propuestas que superpueblan la cartelera.
El director construye una puesta en escena prolija y aprovecha el uso de drones para proyectar planos cenitales realmente hermosos de nuestro país, dignos de disfrute en pantalla gigante. Desde las rutas nacionales hasta el mar.
Federico Bal sorprende con una interpretación sincera, contenida por momentos, pero al mismo tiempo bastante fresca. Su personaje, al igual que su química con su padre (en la ficción y la vida), van creciendo con el desarrollo del film. Entre la escena absurda de presentación (un poco inverosímil) y el emotivo desenlace, su actuación y la personalidad del personaje encuentran capas y matices, hasta lograr tapar un poco la exuberancia y brillo de su padre, para generar un necesario equilibrio, un pase de la antorcha.