Con una propuesta más cercana a la televisión, por encuadres, tamaño de planos, inserts y puesta en escena, que al cine, Rumbo al mar (2019), de Nacho Garassino(Contrasangre) protagonizada por Santiago y Federico Bal, desarrolla desde la road movie el reencuentro entre un padre y su hijo a partir de la decisión del primero de ir a conocer el mar en la moto del segundo.
Juan Faerman propone el guion de un relato que lamentablemente desaprovecha la oportunidad de convertirse en el vehículo ideal para que en la figura del personaje de Santiago Bal, un hombre que se entera del poco tiempo de vida que tiene por una enfermedad terminal, se condense la empatía para que esa travesía, que asumen padre e hijo posibilite, además, la visualización concreta de la transformación de los personajes y su mensaje de alivio y conciliación.
En muchas oportunidades propuestas foráneas han trabajado el “despedirse” con viajes o acciones de adultos mayores, como pueden ser la reciente Mejor que nunca (Poms, 2019) con Diane Keaton, o Antes de partir (The Bucket list, 2007) con Jack Nicholson, donde se los han cuidado y rodeado de situaciones e intérpretes a la altura de la circunstancia. Aquí está Santiago Bal, muy expuesto y comprometido, con dificultades para, “leer” un fragmento de Eduardo Galeano, o, por ejemplo, subir y bajar de la moto en la que viajan. ¿Acaso no se podría haber implementado la continuidad del relato con alguna elipsis visual que no sea tan fuerte, compleja, molesta y reiterativa?
A ese poco cuidado se suceden en Rumbo al mar, sin explicación alguna, personajes, que aparecen y desaparecen, cada uno de los secundarios que se relacionarán con la pareja protagónica, sin jerarquía y mucho menos con un acertado desarrollo acerca del porqué interactúan con estos. Por ejemplo, Zulma Faiad (recuperada para la pantalla) interpreta a un viejo amor del padre, al que van a buscar, pero que los recibe fuera de la casa. No sabemos nada de ella, ni del pasado ni del presente, hasta que, por sorpresa, esa figura se la relacione con el personaje de Laura Laprida, una enfermera que los asistirá ante una recaída del hombre.
A los pocos minutos de iniciada Rumbo al mar pierde su norte, y al no poseer una dramaturgia específica, que permita marcar el tempo narrativo de manera correcta, prefiere, en la sucesión, de gags y latiguillos y la pregnancia de cierta ideología machista misógina, la sucesion de figuras que recorren los caminos como fantasmas, para desandar su propuesta. Federico y Santiago Bal llevan adelante el relato, como pueden, entre ese espíritu que bucea en la complicidad de un sentimiento noble sobre los vínculos filiales, el amor por los adultos mayores, pero que chocan con las chabacanas y desafortunadas líneas del guion. La película se contradice, retrocede y disputa al espectador en ese maquiavélico juego. ¿Me río o tengo que compadecerme? ¿Me compadezco o pienso que barbaridad lo que acaban de decir?
Con pocos diálogos, algunos solemnes, insultos, gritos y silencios, y, en muchas veces, poco felices comentarios que ya están fuera del actual paradigma de deconstrucción patriarcal que se vive, Rumbo al mar zozobra, aún sin haber llegado a la costa, disfrazándose de experiencia cinematográfica con la excusa de aquello que puede ser una despedida tal vez para uno, sea una odisea de aprendizaje para el otro.