La cara de Niki Lauda
Hay genios y genios. El director Ron Howard ciertamente no es un genio, ni lo será, ni lo quiere ser. Simplemente: no le interesa el asunto. Más bien pertenece a la clase de directores que sirven para todo. Es el hombre de los mandados. Un empleado de la industria cien por cien, de los que siempre están cuando se los necesita. De vez en cuando, muy de tanto en tanto, resulta que ese director que no es ningún genio se da el lujo de aparecer tranquilamente con un tesoro bajo el brazo. Como habrán adivinado, en esta oportunidad el tesoro se llama Rush: pasión y gloria. Igual que lo que pasa otras veces, ya hay una película con el mismo nombre: Rush, de Lili Fini Zanuck, narraba la historia de una pareja de policías encubiertos, hombre y mujer, que se infiltraba en una organización de narcotraficantes. El malo era el músico de rock Gregg Allman. Los agentes terminaban atrapados por partida doble, enamorados el uno del otro y adictos perdidos a la heroína. El nombre de la película aludía al momento en que la droga se incorpora al torrente sanguíneo al ser inyectada. La película (la única que dirigió Zanuck, una obra maestra) era un policial, pero sobre todo era una historia de drogas. De algún modo, este Rush de Ron Howard también lo es.
El director había probado la fórmula, tan americana, “película deportiva” en Frost/Nixon. La película no era de deportes pero se comportaba como si lo fuera, con sus agonistas del título montando un espectáculo de toma y daca lo suficientemente bien ensamblado como para pasar con celeridad al departamento de las películas “bien hechas”, las películas solventes: los actores protagonistas estaban bien. El suspenso, un poco trabajoso pero triunfante. La reconstrucción de época era irreprochable. La lección de civismo, siempre discreta pero contundente. Rebecca Hall, estaba muy bien, lo mejor de la película, aunque no se le viera del todo la cara debajo del flequillo, y casi no tuviera líneas de diálogo, relegada al papel de figurante en esa historia donde lo importante eran un par de tipos que se la pasaban midiéndosela. Rush: pasión y gloria es una película deportiva pero de otra índole. En realidad casi parece pertenecer a otro universo. El del Ron Howard bueno. Dos corredores de autos se odian desde la primera vez que se ven. James Hunt es el disoluto. Niki Lauda es el monje. Eso es el principio, que arranca con el estruendo de los motores y las voces enfáticas de los locutores: la Fórmula Uno como espectáculo trepidante, de una emoción pura, que huele a peligro y a adrenalina. La película empieza en el año 1976, decisivo para Lauda. Después retrocede cuatro años para recorrer desde allí toda la década. Los contendientes están presentados: en su primera aparición, James Hunt camina ensangrentado hacia la enfermería, no porque haya chocado sino porque tuvo una pelea. En medio de la cara machucada le brilla una sonrisa. Uno ve que está loco, parece el personaje de un poema de Apollinaire, que recorre las trincheras como un rey con una venda manchada en vez de corona, mientras respira el aire lleno de pólvora. Hunt es como una estrella de rock, un pendenciero nato al que todo el mundo quiere, especialmente las mujeres. Los expertos en mecánica que lo siguen parecen empilchados en Carnaby Street. Para los que les interese, uno es igual al baterista Ginger Baker. En cambio Lauda está solo, en el ambiente todos le tienen desconfianza, porque sabe de motores más que ninguno y se mete en todo. En una escena muy graciosa, le enmienda la plana al mismísimo Enzo Ferrari y le dice que su auto es una cagada. A sus espaldas lo llaman “rata”. Tanto Hunt como Lauda vienen de un hogar acomodado y se han escapado del mandato familiar de tener una vida “respetable”. Rush: pasión y gloria sigue el recorrido obligado de las películas de deportes, su curva moral. Primero los personajes se detestan con fervor, después se admiran en secreto, se dan cuenta de que se precisan, porque advierten que uno es la contracara del otro, a modo de par necesario. Finalmente se quieren, después de que el tiempo y los golpes colaboren para crear la costumbre del vínculo, su carácter ineludible. Eso en cuanto a la parte de género de película deportiva.
Pero además, ¿qué es Rush: pasión y gloria? Ante todo, es una película llena de colores, de música, de emoción, de suspenso. Por momentos sus modales se asemejan a los de una historia de espías de gran presupuesto: cada secuencia es un salto en el tiempo y el espacio, conforme la acción discurre de circuito en circuito y aparecen otro idioma, otros paisajes, otro color local. Los protagonistas son como personajes del jet set internacional, impelidos a representar escenas de glamour y sofisticación para los demás, mientras en el fondo late el misterio de su adicción: al peligro, a la posibilidad cierta de su autodestrucción o vaya uno a saber qué. Si quisiéramos adherir a una proposición muy conocida tendríamos que hablar de “pulsión de muerte”. Como la otra Rush, esta es una historia de drogas y de amor. Como buen artesano, Howard toca todas las cuerdas y le sale casi siempre bien, distribuyendo dosis de una emoción seca, de colores terrosos y tono contenido. En Rush: pasión y gloria no parece haber escenas de transición, porque el tiempo nunca alcanza, y hay que saber usarlo. Cada plano centellea. Cada minuto parece destinado a señalar el estado de tensión que desborda la profesión de los personajes y se derrama sobre los hombros de los actores, como el signo de una maldición o una perseverancia que no alcanza a describirse con palabras.
Pero para quien esto escribe, Rush: pasión y gloria tiene además un interés adicional. Durante años en mi niñez me obsesionó una cara: la cara quemada de Niki Lauda después de su terrible accidente en las pistas. Nunca fui demasiado aficionado a la Fórmula Uno, pero entre las sorpresas que me deparó la película mientras la veía hay una serie de nombres: Clay Regazzoni, Emerson Fittipaldi, Jacques Lafitte, Gilles Villeneuve (pilotos), Ferrari, McLaren, Lotus (escuderías), Monza, Interlagos, Mónaco, Nurburgring (circuitos). Todos nombres que no recordaba pero que estaban evidentemente en un rincón de mi memoria, y que fui declinando con facilidad en la oscuridad de la sala. James Hunt no figuraba en mis recuerdos recobrados pero Lauda sí, más que nada como el portador de una cara desfigurada por el fuego, como si fuera un Freddy Krueger que aparecía para asustarme diez años antes de lo convenido. Ahora, gracias al director Ron Howard, que tuvo la gentileza de dejarme ver lo que pasó antes y después del accidente, Lauda dejó de ser una fuente lejana y no del todo olvidada de inquietud para convertirse en otra cosa. Una especie de héroe moral. Hay que ver, en esta película bella y sorprendente, de qué manera vuelven los fantasmas, incluso el que nunca ocupó en mis recuerdos el lugar de tal: con una dignidad delicadamente restituida, ya no bajo el aspecto de titanes de una actividad suicida sino de criaturas de carne y hueso. Como en la escena en la que los dos antiguos adversarios se despiden bajo la sombra de un hangar en un pequeño aeropuerto desierto. A Hunt lo espera su gente –siempre hay un manojo de chicas ruidosas sedientas de aventuras– al pie de una avioneta. Lauda le dice: “Cuidate”. Hunt parece que no se decidiera a partir, una fuerza secreta lo retiene junto al siempre aplomado Lauda. Será la última vez que se vean. Rush: pasión y gloria también es la historia de una amistad que llega demasiado tarde.