Ron Howard no es ningún novato incursionando en el subgénero cinematográfico dedicado al automovilismo: allá por los 70s se montó al vehículo de un tal George Lucas (previa mudanza al Planeta Tatooine) actuando en American Graffiti, y protagonizó para Roger Corman dos bólidos clase-B destinados al culto: Eat My Dust (de Charles B. Griffith) y Grand Theft Auto, que también se encargó de dirigir. La vuelta detrás del volante era tan sólo una inevitable cuestión de tiempo.
Pero lo cierto es que Rush, esta historia basada en la vida real de los campeones mundiales de Fórmula 1 Nikki Lauda y James Hunt, está mucho más cerca de la célebre Frost/Nixon del mismo director y guionista, que de aquellos años locos de la era Corman o inclusive -y afortunadamente- de los pecados pomposos de Cinderella Man y Una Mente Brillante. Puede que la delicada línea entre realidad-ficción se borronee al máximo por momentos, pero el espíritu de Rush no sólo respeta la esencia de dos increíbles personajes reales sino que además representa con asombrosa exactitud un período específico del Siglo XX, emulando desde el cine su textura, contexto y, sin caer excesivamente en la nostalgia, hasta retrata el descontrol de un mundo que casi desconocía en el deporte controles tan básicos como el anti-doping, y hacía caso omiso a advertencias y situaciones de riesgo extremo.
Conviene no revelar demasiado acerca de esta increíble historia de glorias y miserias, puesto que el espectador distraido o sencillamente ajeno al mundo del automovilismo puede no conocer la historia detrás del film (advertencia: un sólo resultado de google imágenes es capaz de arruinar la sorpresa). Sin contar demasiado, entonces, puede decirse no sólo que Rush es uno de los mejores estrenos del año sino que además es toda una lección de cinematografía aplicada: al excelente trabajo del director de fotografía Anthony Dod Mantle y la majestuosa música de Hans Zimmer se suma el virtuosismo de Howard, impecable en cada plano de los autos en acción y soberbio en el adecuado uso de las cámaras lentas. Párrafo aparte merecen las actuaciones de un Chris Hemsworth aún más carismático que en Thor, y especialmente la de Daniel Brühl (Good Bye Lenin, Bastardos Sin Gloria). Tan espectacular visualmente es Rush que la única comparación válida en cuanto a su esplendor se remonta al año 1966, cuando John Frankenheimer realizó su clásico Grand Prix (basta con ver los títulos iniciales en youtube del gran Saul Bass para comprender el paralelismo). Y hoy, decir que un film actual parece pertener a una década infinitas veces mejor a la actual en cuanto a lo cinematográfico, no sólo es un enorme elogio sino un más que justificado motivo para un aplauso.