Película pequeña, a veces intensa y con dos personajes tan queribles como misteriosos.
El tiempo que se toma un director para introducir a su público a un mundo es siempre una buena medida de qué puede suceder con una película. Si se llega por azar al segundo filme de la directora estadounidense Caroline Neal, el impacto de las primeras secuencias desconcierta. El pueblo está reunido en el Obelisco y festeja. ¿Se ganó un Mundial? ¿Una elección? ¿Son las vísperas de un Año Nuevo? Paulatinamente se irá revelando el primer misterio: los argentinos celebran el bicentenario de su nación. De a poco se ve una figura en la sombra de un auto. Es uno de los protagonistas. Tempo: lento moderato.
La relación entre la fiesta patria y el personaje es comprensible: Horacio Salgán ha vivido casi la mitad de los años que tiene la nación, pero lo que importa y su relación con el evento es que durante gran parte del siglo XX este músico, artista refinado y ejecutor impecable, ha contribuido a la identidad de quienes viven en ella. Es uno de los grandes compositores de tango del país. Verlo tocar en la 9 de julio con su Quinteto Real en los días de la celebración es una prueba indesmentible de su talento y de su contribución al acervo de la cultura popular vernácula. Un genio, una figura. Y Neal prepara para ese momento un pase de magia. El buen uso de un falso raccord: sin variar la continuidad de la melodía de La llamó silbando, Salgán sigue tocando el mismo tema pero varias décadas atrás.
Para los amantes del automovilismo, el apellido Salgán puede tener otras referencias. Antes de ser pianista, César, uno de los hijos del músico famoso llamado Horacio, era piloto. El filme revelará por qué dejó el volante y empezó a convertirse en el sucesor de su padre. La partitura está en los genes, pero no siempre quienes comparten un mapa genético están juntos. César conoció a su padre mirando la televisión, y cuando empezó a frecuentarlo de muy joven no era otra cosa que un músico al que admiraba. Durante 18 años, padre e hijo no se habían visto. La razón de ese desinterés permanecerá en fuera de campo, no así el porqué de su reencuentro: el otro hijo del músico murió en un accidente de auto.
La herencia musical era algo que ya le interesaba examinar a Neal en Si sos brujo: una historia de tango, y aquí la transmisión de un saber musical no es un tema ausente. A César, interpretar la música de su padre parece serle “natural”, como si en sus genes existiera una clave de lectura musical. Eso no impide que le obsesione la perfección y que haya practicado como un desquiciado para imitar a su padre. Pero el centro de la película es otro, radicalmente otro.
La música y el tango es entonces un pretexto para otra cosa. Neal es testigo de la invención de un vínculo o, más bien, de la transformación de un vínculo biológico en uno afectivo y simbólico. En esa tardía consolidación filial hay quizás algún que otro síntoma que a un psicoanalista le encantará descifrar. No a la directora, que se limita a ser testigo respetuoso del encuentro de un padre con su hijo a través de una música que tanto ellos como quien los filma aman apasionadamente. Eso es suficiente y también demasiado. Y, por momentos, hermoso.