Este documental se centra en un médico rural que atiende a todo tipo de pacientes y cuya mayor particularidad es su amabilidad, generosidad y cariño por sus pacientes, que van desde los simpáticos comentarios, chistes y hasta apoyo terapéutico, como si el médico en cuestión fuera una mezcla de cura, amigo y doctor.
El Doctor Arturo escucha a los pacientes de manera personalizada y atenta –cultura que se va volviendo cada vez más antigua, ajena– y el filme se dedica fundamentalmente a seguirlo a lo largo de sus tareas cotidianas, que van de ancianas con Alzheimer, a mujeres muy doloridas, a personas con problemas mentales y a jóvenes con intentos de suicidio y así, en un abanico de personas y enfermedades que no conocen de especializaciones.
Pese a la densidad potencial de algunas de las situaciones e historias dramáticas de los enfermos, el filme termina siendo, sencillamente, una celebración de la solidaridad y la generosidad entendida como parte fundamental del trabajo médico. Doria le agrega dos datos que le juegan a favor al filme: el bello blanco y negro de la fotografía y una ausencia casi total de entrevistas clásicas. Tal vez eso nos lleve a perdernos partes de su historia de vida (que, de todos modos, aparecen mostrados a través de una serie de fotografías familiares viejas), pero lo que logra es una inmersión mucho mayor en el mundo y en el presente del personaje que retrata. Y, más sobre el final, de la zona en la que estos personajes habitan en imágenes particularmente bellas.