Et tu, Coens?
Ambientada en la Edad de Oro de Hollywood, ¡Salve César! (Hail, Caesar! 2015) es una carta de amor de los hermanos Joel y Ethan Coen al cine clásico y el sistema de estudios que lo propulsó. Ésta era la época en que las productoras se adueñaban de sus estrellas y se las canjeaban como figuritas, probando y pegando donde quedaban mejor. El sistema podría ser descrito como mutuamente explotativo: las estrellas se dejaban usar cual muñequitos por los ejecutivos, y los ejecutivos iban encubriendo los escándalos de las estrellas. Todo en nombre de la ficción.
La película sigue a uno de estos productores, Eddie Mannix (Josh Brolin), a lo largo de un día en los estudios de Capitol Pictures. La trama principal lo tiene intentando resolver el secuestro de una de sus estrellas más preciadas, Baird Whitlock (George Clooney), quien se encuentra a punto de terminar una épica romana titulada “Salve César”. Como en El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998) y Quémese después de leerse (Burn After Reading, 2008), el crimen inicial es una excusa para explorar el desaforado mundo de la película, y pronto se pierde en un mar de personajes pintorescos y viñetas cómicas que a menudo no llevan a nada.
A diferencia de estas otras películas, ¡Salve César! se juega por algo más que la típica sorna nihilista de los Coen. Esto es, en parte, problemático. El mensaje de la película – una defensa del mérito artístico de la industria cinematográfica ante la inquisición de la teoría crítica frankfurtiana – sería más contundente si las numerosas subtramas sumaran hacia esta conclusión, en vez de existir como distracciones a lo largo de un paseo frívolo.
No hay prácticamente relación, por ejemplo, entre la trama principal de la película y una extensa subtrama en la que Mannix debe reinventar la carrera del cowboy Hobie Doyle (Alden Ehrenreich), sacándolo de un Western y poniéndolo en un drama de recámara dirigido por el quisquilloso Laurence Laurentz (Ralph Fiennes). En otra subtrama aún más desligada del resto de la película, Mannix ayuda a encubrir el embarazo de la bailarina DeeAnna Moran (Scarlett Johansson). Entre una viñeta y otra hay resonancias temáticas, pero nada que avance la trama central.
Hay secuencias enteras dedicadas a la recreación de números musicales dignos de la época – una danza de nado sincronizado con Johansson disfrazada de sirena y un intrincado número de tap a lo Gene Kelly con Channing Tatum vestido de marinero. Todo se filma como se hubiera hecho en la época – los mismos efectos, los mismos ángulos, la misma candorosa técnica actoral pre-Brando. Todo bellamente logrado, pero más que agregar substancia a la película la condimenta. Al final de todo nos preguntamos exactamente cómo es que la mitad de la película contribuye al saldo final, teniendo el final un mensaje tan claro en mente (en vez de “El Dude aguanta” y “¿Qué aprendimos? A no hacer esto de nuevo” de Lebowski y Quémese).
El casting es, como siempre, impecable. Cada actor hace lo que sabe hacer mejor. Brolin es rudo y vulnerable, Clooney es un idiota, Fiennes es delicadamente británico, Johansson mezcla seducción y vulgaridad, Tatum baila y continúa haciendo guiños homoeróticos. Entre todo este talento, el neófito Alden Ehrenreich termina robándose la película como un sureño de madera que pasa intacto por la maquinaria pigmaliónica de Hollywood.
La visión que los Coen tienen de Hollywood en esta película es considerablemente más alegre que la que presentan en Barton Fink (1991), de donde sacaron el nombre “Capitol Pictures”. De hecho es posiblemente una de las películas más luminosas y positivas que han hecho – una genuina celebración del poder de la mentira hollywoodense en todas sus formas y a todo costo. En espíritu se parece al melancólico repaso que hace Federico Fellini de la caótica Cinecittà en Entrevista (Intervista, 1987), con todas sus tangentes y ocurrencias súbitas. Fellini es posiblemente el mejor artífice del caos en el cine – sabía conjurarlo a voluntad y cruzarlo con vetas dramáticas.
¡Salve César! está inspirada en esa magia. Es una película sobre un tipo de cine que ya no existe más, hecha de una forma que ya no se usa más. Vale la pena verla en nombre de la cinefilia y la historia del cine, independientemente de todas sus falencias. Produce secuencias, escenas, tomas, personajes, diálogos y chistes memorables. Entre todas no componen, en sí, una película memorable. Las partes están todas adentro, diseminadas, y uno se queda mirando a la espera de qué sucede a continuación en la inmensamente placentera fantasmagoría de los Coen.