HOMENAJE SIN SOLEMNIDAD. Hollywood, años ’50. El encargado de un estudio de cine lidiando con las exigencias de los popes de la industria y los problemas de sus estrellas y directores, más algunos incidentes casi surrealistas que se interponen en los planes de trabajo, como el secuestro de un actor por un enigmático grupo con fines ideológicos, o la molesta aparición de dos periodistas de espectáculos mellizas en busca de revelaciones.
Con este punto de partida, los hermanos Joel Coen (1954) & Ethan Coen (1957) despliegan una mezcla de homenaje y crítica al cine fulgurante de aquellos tiempos. Y lo hacen a su manera: sin hondura pero con sentido del humor, sin un guión extraordinario pero con una calidad técnica y formal desacostumbrada en el cine actual, sin pretender algo excelso pero consiguiendo un film altamente disfrutable.
No es fácil explicar la obra de los hermanos Coen. Su ya extensa filmografía incluye notables ejercicios de estilo con elementos del cine negro (Simplemente sangre, De paseo a la muerte, Barton Fink, El hombre que nunca estuvo) junto a disparates inocentones y pródigos en proezas visuales y actores maravillosamente entregados a una veta graciosa (Educando a Arizona, El gran salto, Fargo, El gran Lebowski). Sus últimos trabajos no estuvieron a la altura de las expectativas que generaban.
Con ¡Salve, César! recobran energía y se muestran menos crueles con sus personajes y con los espectadores. Nadie es demasiado malo en este film, y aunque circulan todo el tiempo –en medio de los fastuosos decorados y las oficinas de los estudios– hipocresías, rencores y mezquindades, se mira con piedad a esos hombres y mujeres que funcionaban como engranajes de la enorme maquinaria del cine.
La star forzada a repetir una escena que frustra, una y otra vez, ya se ha visto en La noche americana (1974; François Truffaut), aunque aquí no se trata de una actriz veterana sino de un joven dando el díficil paso de silencioso cowboy a galán romántico (enfrentado, además, a un director poco paciente). Tampoco es original la manera con la que una dama rubia provoca, con palabras de sinuoso significado, a un interlocutor demasiado correcto: el film noir ha brindado muchos ejemplos de conversaciones como ésta. Y sin embargo, en el conjunto esos elementos divierten una vez más.
Si bien en ¡Salve, César! hay caricaturas demasiado fugaces (como la proyectorista de Frances Mc Dormand) o desaprovechadas (las periodistas inquisidoras, encarnadas ambas por Tilda Swinton), y algunos gags demasiado cándidos, vale su homenaje al cine de Hollywood de la época de los estudios, esmeradísimo en la reproducción de decorados, rebosante de guiños y radiante en su colorido despliegue.
Uno de los puntos fuertes del film es la cadena de situaciones en torno a la realización de una superproducción sobre la historia bíblica: la discusión entre representantes de distintos credos no tiene desperdicio, como tampoco las alternativas que debe atravesar el actor principal, encarnado por un George Clooney a quien se ve muy cómodo en el juego propuesto por los Coen. Cada palabra del diálogo entre dicho actor (después de haber tomado conciencia sobre la función de su trabajo gracias a la intervención de personajes de los que resulta mejor no adelantar demasiado aquí) con el ejecutivo del estudio (Josh Brolin), cerca del desenlace, es otro estimulante momento de Salve, César!, en el que la estrella es reprendida sin que a Clooney (estrella también, del Hollywood actual) le moleste que aparezca humillada su hombría. No deja de ser un acierto, a su vez, que nunca se vea el rostro de quien hace de Cristo, ése a quien alguien le pregunta, en un momento de confusión, si es extra o protagonista.
Finalmente, las recreaciones del western y el musical (hay uno rebosante de sonrientes bailarinas en el agua y otro con marineros bailando prodigiosamente en un bar) reflotan algo de la belleza plástica y felicidad encantadoramente artificiosa de aquellos films de sesenta o setenta años atrás. Ayudan mucho, en esos segmentos, la gracia de Scarlett Johansson, Alden Ehrenreich y Channing Tatum: si bien la destreza de los dos primeros, a diferencia de sus pares de antaño, depende de los efectos especiales, los tres aportan simpatía y agregan nuevas piezas a este fresco liviano y amablemente capcioso.