Todo un acto de fe cinéfila
De Barton Fink a ¡Salve, César!, el Hollywood de los Coen se ha vuelto definitivamente más amable. Ya no son tiempos de cine social, gangsters y luchadores, como allí, sino de westerns, musicales acuáticos, comedias de salón y superproducciones bíblicas.
“El único tipo sano”: así definen los hermanos Coen a Eddie Mannix, protagonista de ¡Salve, César! (ver aparte). Y así es. Mannix es el primer tipo sano de una filmografía que abunda en psicópatas, descerebrados, corruptos, malos bichos y, en el mejor de los casos, sobrevivientes a como dé lugar. Pero buena gente no. Es tan sano Eddie Mannix, que en la escena inicial va a confesarse a las cuatro de la mañana porque ese día se permitió fumar dos cigarrillos. Conociendo a los Coen podría pensarse que se están burlando de este padre de familia creyente, practicante, pío y culposo. Y sin embargo no. Eddie Mannix es el héroe de ¡Salve, César! El que desface entuertos y no pide nada a cambio. El ejecutivo ejemplar del estudio. El que se pone de pie cuando habla por teléfono con su jefe. El que es capaz de trabajar día y noche, recorriendo toda Los Angeles para subsanar las macanas que se mandan los demás. ¿Un buen cristiano? Mmmhhh, tal vez.
¡Salve, César! (desgraciada traducción, en lugar del tradicional “¡Ave, César!”) representa la segunda ocasión en que los autores de Simplemente sangre, Fargo y Sin lugar para los débiles toman a Hollywood por protagonista. La anterior fue Barton Fink, que transcurría en el Hollywood de comienzos de los 40. Ahora el almanaque se corre diez años más adelante. Ya no son tiempos de cine social, de gangsters y luchadores, como allí, sino de westerns musicales, musicales tout court, musicales acuáticos, comedias de salón y superproducciones bíblicas. Los estudios Capitol –entidad de ficción creada por los Coen ad hoc–, se hallan en plena producción de películas de esos géneros y en todas ellas deberá intervenir Eddie Mannix (esa especie de Russell Crowe medido que es Josh Brolin). Mannix es lo que se llamaba un fixer, rol poco conocido que consistía en arreglar problemas. Estos pueden consistir en inventarle un padre falso al hijo de la diva acuática del estudio (Scarlett Johansson), injertar al joven cantante cowboy en la comedia sofisticada (y lograr que, por una vez en su vida, actúe), frenar a las dos hermanas mellizas, ambas periodistas de chimentos, que compiten entre sí (Tilda Swinton en ambos papeles) y, sobre todo, pagar el rescate que un grupo de guionistas comunistas pide por Baird Whitlock, máxima estrella del estudio (George Clooney), a quien secuestraron con sus ropas de centurión romano.
De Barton Fink a ¡Salve, César!, el Hollywood de los Coen se ha vuelto definitivamente más amable. Ya no hay jefes de estudio groseros y dictatoriales. Ya no hay jefes de estudio, en verdad. No en cuadro, al menos. A Schenck, dueño de la Capitol, sólo se lo oye por teléfono, y no se escuchan gritos del otro lado de la línea. Las películas de la Capitol no son ridículas, como las de luchadores de Barton Fink, sino moderadamente entretenidas, aunque algo infantiles. El cowboy Hobie Doyle hace unas lindas acrobacias sobre su caballo, las coreografías acuáticas de las películas de DeeAnna Moran llaman al asombro, y el número musical con Channing Tatum es una maravilla de timing y coordinación. Todo ello, claro, espléndidamente iluminado y, sobre todo, colorizado, por el gran Roger Deakins, director de fotografía habitual de los Coen, que logra replicar al detalle los tonos del Technicolor (¡ir a verla al cine, por favor!). Tal vez el mayor reconocimiento que los Coen hacen del talento circulante en Hollywood es la brevísima escena en que, asombrosamente, Hobie Doyle finalmente actúa, aunque hasta entonces fuera un tronco hecho y derecho. Escena que lleva a evocar aquello que dijo John Ford cuando vio a John Wayne en Río Rojo, western posterior en más de una década a La diligencia: “Ah, pero entonces el hijo de puta sabia actuar”.
No es que los Coen hayan perdido sentido del absurdo, y para probarlo está el grupo de guionistas comunistas secuestradores (¡que incluye a Herbert Marcuse!) o la genial escena del submarino ruso, llena por otra parte de un misterio nocturno y surreal. Pero el mundo, que hasta ahora era horrorosamente absurdo (Barton Fink, Fargo), despatarradamente absurdo (Educando a Arizona, El gran Lebowski, Quémese después de leer), horrorosamente despiadado (Simplemente sangre, De paseo a la muerte, Sin piedad para los débiles) o metafísicamente absurdo (Un hombre serio), aquí se ha vuelto práctico, a la medida del héroe. Necesitado de sus consejos ante la película bíblica que el estudio está filmando, Eddie Mannix se reúne con cuatro autoridades religiosas, pero en cuanto se enfrascan en un debate sobre la Santísima Trinidad les aclara que él de eso no entiende nada. Cuando una vez liberado Baird Whitlock vuelve maravillado con El capital, Mannix le da un par de cachetazos y lo manda a que trabaje otra vez de estrella. Junto con el pragmatismo y aunque parezcan inconciliables (y más inconciliables aún con el cine previo de los Coen), el otro valor en el que ¡Salve, César! parece creer es el de la fe. Fe religiosa en Mannix (la película empieza y casi termina en un confesionario), fe marxista en el grupo de guionistas secuestradores, fe cinéfila tal vez en los Coen, que aquí parecen amar un cine que Hollywood ya no hace.