Elegía al studio system
El cine vuelve sobre sí mismo en muchas vías, en los últimos tiempos. Lo hace cuando retoma sus propias historias clásicas: hemos reflexionado en estas páginas sobre aquellos cuentos e historias sobre los que edificó parte de sus relatos. También cuando reversiona (con mayor o menor suerte) las historias originales creadas para la pantalla (o al menos lo suficientemente apropiadas como para ser consideradas como tales).
Las celebridades que le dieron impulso y carnadura también son reconstruidas, como en “Una semana con Marilyn”, “El aviador”, “Hitchcock” o “Trumbo”, por apuntar un par de ejemplos recientes. Pero atrás de esas “leyendas del celuloide” había un mundo, una cosmovisión, unas relaciones materiales de producción (al decir de Karl Marx) en la que se gestó buena parte del imaginario colectivo del siglo XX: el studio system, un entramado de productores, estrellas, directores y técnicos, todos empleados de los grandes estudios, en el doble sentido: al mismo tiempo grandes compañías y vasta sucesión de sets donde conviven westerns, musicales, dramas románticos y relatos bíblicos (en un perfeccionamiento del cine de género, que alguna vez fue para nuestros abuelos “de tiros”, “de amor” o “de convoys”). Una industria que se pensó “factoría de sueños” para las clases trabajadoras, releída como “mistificación de masas” para filósofos críticos como Max Horkheimer y Theodor W. Adorno.
El “fixer”
Parece que nos fuimos de mambo, pero no: la última creación de los hermanos Ethan y Joel Coen se mete hasta el hueso con esa era (el Hollywood de posguerra) en todas sus significaciones: ya el relato en off (un recurso de cine noir) a cargo del veterano Michael Gambon habla de “fantasías para la agotada masa trabajadora” o algo así, y el frankfurtiano Herbert Marcuse (encarnado por John Bluthal) tiene su aparición como líder espiritual de los guionistas comunistas, graciosa estilización de aquellos que, como Dalton Trumbo, fueron pasto de las fieras liberadas por figuras como el senador Joseph McCarthy en la “caza de brujas”.
Los Coen retoman su veta más humorística, después de un par de cintas más “duras” como “Balada de un hombre común” y “Temple de acero” (justamente, una remake del tándem John Ford/John Wayne). Y parecen retomar cierto espíritu del extinto Robert Altman, al convocar a una miríada de actores célebres en papeles más o menos pequeños en lo que se constituye como una mirada melancólica sobre un tiempo ido.
Basaron su protagonista más o menos libremente en un personaje histórico, Eddie Mannix, un “fixer” del estudio Capitol Films (que se lo inventaron ellos en “Barton Fink”). ¿Su función? Aceitar todos los engranajes para que la maquinaria no pare: desde organizar cronogramas de rodajes múltiples (que las tomas de una locación sirvan para otra película) hasta lidiar con la imagen pública de esas estrellas que deben permanecer impolutas para los lectores de una prensa ávida de escándalos.
En medio de una crisis sobre su vida personal y laboral, Mannix se encuentra con un problema peculiar: Baird Whitlock, célebre actor que se encuentra protagonizando una cinta sobre Jesucristo desde la óptica de un general romano (algo que recientemente se hizo), ha desaparecido. Después descubriremos que ha sido secuestrado, y en la resolución de su rescate el ejecutivo se irá cruzando con otras figuras de ese mundo que lo ayudarán o lo complicarán en la tarea, odisea que debe terminar también en una resolución del propio dilema: ¿quedarse en ese mundo de frenesí y mascaradas o usar esos talentos en otro tipo de industria?
Representaciones
El juego de representación se desarrolla en varios niveles, como una torta de casamiento o una cebolla, para usar metáforas particularmente remanidas. Hay un nivel de fino retrato del mundillo específico y su época; hay un primer acercamiento visual “desde afuera”, cuando vemos las escenas que los protagonistas ruedan: el western acrobático, el musical de tap (necesariamente con marineros, como Frank Sinatra y Gene Kelly en “Levando anclas”), el ballet acuático a lo Esther Williams; y hay un tercer nivel, en el que el tramo final se apropia de esas estéticas para contar la propia historia (la forma de filmar la persecución, el modo en que es representado cierto vehículo naval). Lo que detalla una inmersión total en un repertorio estético que, aunque sea subconscientemente, el cinéfilo medio tiene en su bagaje visual (ahí están los fanáticos, buscando referencias a actores y situaciones reales).
Por cantidad
En cuanto al elenco, obviamente los ejes dinámicos son Josh Brolin como el atribulado Eddie, con George Clooney como el despreocupado Baird, susceptible de ser convencido de cualquier cosa y cómico en su permanente vestuario del romano Autólico Antonino. Alden Ehrenreich tercia al darle carnadura a Hobie Doyle, el cowboy devenido en galán. En torno a ellos gira una fauna variopinta: Channing Tatum, como la estrella del musical Burt Gurney, con varios secretos encima; Scarlett Johansson, en la piel de la diva acuática DeeAnna Moran; Tilda Swinton, en el doble rol de las caricaturescas hermanas periodistas Thora y Thessaly Thacker (basadas en la rivalidad de las columnistas Hedda Hopper y Louella Parsons); y Ralph Fiennes y Christopher Lambert, como los mañosos directores Laurence Laurentz y Arne Seslum. El ascendente Jonah Hill, la abonada Frances McDormand, Geoffrey Cantor, Emily Beecham y el histórico Clancy Brown tienen su lugar en el cast, entre muchos otros.
Con estos elementos, Joel y Ethan Coen nos cuentan un cuento que, más allá de su resolución, entraña un mensaje: hubo un tiempo en que el show business, los imaginarios sociales, el capitalismo y nosotros mismos fuimos más inocentes... y hoy podemos ver con ternura aquellas contradicciones.