La fuerza del cariño
Con los hermanos Coen me pasa algo particular: en repetidas ocasiones no entiendo de qué están hablando en sus películas, sobre qué versa ese existencialismo entre fatalista y sardónico del que abundan sus personajes en los tantos diálogos crípticos que acumulan film tras film. Claramente si bien en su obra hay ejes temáticos u obsesiones que se repiten un poco dispersamente, la cuota autoral habría que buscarla más en sus formas, en los géneros que suelen frecuentar (un poco de neo-noir y otro tanto de comedia negra con pose satírica), y en una serie de personajes amorales, mayormente neuróticos destruyendo los plácidos espacios de diseño que sus puestas en escena virtuosas planifican. La mayor crítica que puede recaer sobre los Coen es que son más escritores que realizadores, que se evidencia demasiado la manipulación sobre los personajes y que el maltrato hacia los mismos resulta a estas alturas patológico: ¿qué creador dedicaría tanto tiempo a construir criaturas patéticas y dignas de burla? Sin embargo, aún sobre los lineamientos de una filmografía sólida en cuanto universo reconocible, lo que diferencia la genialidad de la banalidad en su cine resulta un acto abstracto. Con el mismo nivel de absurdo y desidia por una lógica narrativa, los Coen son brillantes en El gran Lebowski y canallas en Quémese después de leerse. ¡Salve, César! viene un poco a trazar una medianía saludable en su cine porque, hay que reconocer, tiene una multiplicidad de ideas (políticas, cinematográficas, ideológicas, culturales) que es también una marca en el orillo: buenas o malas, sus películas siempre tienen cientos de ideas sobre las que se construyen.
Esta nueva película tiene la acumulación de criaturas habitual de los Coen (y con ello el desfile de estrellas que a veces resulta antojadizo) y una amplia galería de personajes entre torpes y estúpidos, pero sin embargo se ve ganada por algo inusual hasta el momento en el cine de los hermanos: el cariño por el universo que vienen a retratar, en este caso el Hollywood de la década de 1950. Si bien es cierto que existe una cuota de cinismo en la reivindicación que hacen los Coen de la industria (son los mismos directores que fueron impiadosos con el mundo del cine en Barton Fink, por ejemplo) y del sistema de estudios, se trata de un cinismo autoconsciente en el sentido de que acepta una mentira como forma de subsistencia, ridiculizadas las ideologías y las creencias religiosas. Con un afecto impensado (aunque se pueden hallar rastros de eso en el epílogo de Temple de acero), los hermanos aceptan el entretenimiento industrializado y de masas como un espacio de fantasía que, en todo caso, desarrolla con el ciudadano un pacto de suspensión de la incredulidad mucho más justo que el del capitalismo o el cristianismo.
El meollo de ¡Salve, César! es la desaparición de una estrella de Hollywood mientras está rodando un péplum a lo Ben-Hur, y el punto de vista que se sostiene es principalmente el de Eddie Mannix (Josh Brolin), nombre de film noir y especie de investigador privado de un estudio de Hollywood: claro, la película es una mezcla de ese tipo de policial con la sátira impiadosa de los hermanitos. El trabajo de Mannix es mantener bajo control a las estrellas del estudio, manejar sus vidas privadas o aquello que trasciende a la prensa, en un momento donde la vida privada de los actores y actrices era controlada con pulso de hierro. Era una sociedad que no estaba preparada para soportar algunas sordideces que podían surgir con correr un poco la cortina. Y ahí aparece Mannix cumpliendo el rol del fixer, una figura que -dicen- era habitual por aquellos años de cazas de brujas: le busca un padre al hijo de la actriz que quedó embarazada soltera, coloca a un joven carilindo en una comedia que exige algo de talento, construye un romance entre dos estrellas jóvenes, negocia el rescate del actor que ha sido secuestrado. Lo curioso de Mannix, una especie de Cristo del sistema de estudios, alguien que en definitiva sacrifica hasta su propia vida por mantener el secretismo sobre las figuras del cine (y de ahí que funcione totalmente la parábola sobre el film cristiano que es ¡Salve, César!), es que se trata del personaje más moralista en la historia del cine de los Coen, si no el único: el tipo va al confesionario porque no puede dejar de fumar, es buen padre y se preocupa por su esposa. Sin dudas una rareza absoluta, aunque es habitual que los hermanos decidan sumar pequeños elementos disruptivos dentro de la lógica de su filmografía. Característica que mantiene la estampa independiente de su cine.
¡Salve, César! funciona en un par de niveles. El primero de ellos es el más explícito, la forma en que los Coen miran aquellos años con una nostalgia muy vívida para recrear, desde la notable fotografía de Roger Deakins, los diversos géneros y subgéneros que la industria de Hollywood producía a repetición, con especial lucimiento en un cuadro musical a lo Fred Astaire que protagoniza el cada vez más lúcido Channing Tatum. Y el otro nivel, es la sátira menos destructiva que afectuosa que desarrollan esta vez los hermanos. Como si la nobleza de Mannix, ese hombre que absorbe todos los pecados porque básicamente cree en eso que hace y decide sostenerlo a como dé lugar, inundara el espíritu de la película. Pero -y siempre hay un pero-, está claro que para ¡Salve, César! ese universo de fantasía y potenciador de sueños es aquel Hollywood que hoy luce lejano en un tiempo donde la frivolidad terminó con la elegancia, con aquel tipo de elegancia. Claro que el film es desparejo, que es inevitablemente fragmentario, que hay personajes que se terminan perdiendo porque son puramente herramientas del guión, pero es en esos momentos de lucidez -que son mayoría- donde la película marca la diferencia y se presenta como la obra de unos tipos siempre atendibles, aún con sus vicios y sus excesos autoindulgentes.